He de confesar mi predilección por los hombres-lobo. No por los licántropos convencionales, al uso de la vieja productora de cine de terror, la Hammer británica. Así, mucho más que por las desdichadas presas de Van Helsing, emérito cazador de criaturas malignas de todo tipo, o de Buffy, su sensual sucesora norteamericana, tengo que reconocer mi inclinación por los loup-garou, que es como se denominaban a los hombres-lobo en el ámbito atlántico del Pirineo. Pero, antes de internarme por este terreno tenebroso, una pequeña aclaración autobiográfica…, ¡que promete ser breve y excepcional!
Conocí la existencia del Premio Desnivel de Literatura de Montaña, Viajes y Aventura en su primera convocatoria, tras descubrir una reseñita en la Zona Verde del Heraldo de Huesca, allá por el mes de noviembre de 1998. Aquel hallazgo iba a resultar un curioso guiño del azar, pues quien firmaba dicha nota de prensa era Eduardo Viñuales, entonces un desconocido para mí y hoy amigo de los buenos… En cuanto al referido periódico, decir que mientras lo hojeaba tampoco podía saber que terminaría entregándoles más de doscientos cincuenta artículos sobre medio ambiente y naturaleza… Pero retomo el hilo. Ni que decir tiene, me presenté a dicha convocatoria del Premio Desnivel…, y a la segunda…, y a la tercera… Con pequeñas variaciones, quedé finalista en las tres, junto a otros compañeros en similares tesituras como Eduardo Martínez de Pisón o César Pérez de Tudela. Alguien me dijo que incluso se hacían comentarios humorísticos a costa de ese maño pintoresco que acudía año tras año, entregando el último día unos tochos desmesurados, ¡y que nunca se llevaba el gato al agua! Llegados aquí, he de explicar que estoy convencido de que lo más recomendable en tales casos es que, cuando los miembros del jurado se brinden, el autor frustrado se ponga en contacto con alguno de ellos para que le concreten dónde se ha producido su gatillazo: acudiendo sin hacer alarde de autoestima herida, se aprende mucho con semejantes charlas. En mi caso concreto, nunca olvidaré lo amables que se mostraron Beata Rozga, Enric Faura o Sebastián Álvaro, así como alguno de los ganadores tempranos del Premio Desnivel como David Torres o Arantza López Marugán. Simplificando varias anécdotas más, decir que toda esta historia cobró para mí bastante interés cuando dos buenos amigos, Marta Iturralde y Álvaro Osés, ganaron respectivamente la cuarta y la quinta edición del Desnivel de Literatura… ¡Pero nadie debería desdeñar la cabezonería de un natural de Zaragoza!: me tomé mi tiempo, por fin hice caso de los buenos consejos recolectados y presenté al séptimo certamen al mismísimo Monstruo de Artouste. ¡Y el buen hombre-lobo de los Pirineos supo dar la talla! Menos mal: si no hubiera sido así, no dudéis de que este aragonés cabezón hubiese seguido atormentando a los sufridos jurados del Premio Desnivel con sus hatos de papelajos entregados casi al límite del tiempo…
Creo que la batallita anterior explica aceptablemente el hecho de que los aullidos de un lobo no despierten en mí espeluzne alguno ni ansias de surtirme de estacas, ajos y crucifijos de plata. Ignoro si sucede así con los demás visitantes de la cadena pirenaica… Muy en especial, en lo que se refiere a los hijos de estas montañas, que debieran ser quienes portasen en sus genes un mayor terror a estas fuerzas ocultas procedentes del Infierno. Sin embargo, parece que el hombre-lobo se volatilizó hace mucho de la memoria oral de los Pirineos. Os aseguro que, entre 2002 y 2005, busqué sus rastros con verdadero interés entre los nativos pirenaicos. Y, a despecho de mis buenos contactos en los pueblos del sector que se extiende entre el valle de Tena y Hondarribia, el territorio por definición del loup–garou, reconozco que el resultado de mis pesquisas fue un auténtico petardazo. Tal vez pareciese normal que en la vertiente sur se ignorara a ese engendro que aullaba su maldición a la luna llena, ¡demasiado artificioso para el carácter ibérico! Pero, en el lado septentrional de los Montes de Pirene, semejante ausencia extrañaba mucho más. Mis encuestas por tierras gabachas, llevadas a cabo entre montañeros y montañeses de poblaciones como Burdeos, Agen, Laroque-Timbaut, Pau, Lourdes, Tarbes, Gerde, Gavarnie, Arrens, Luz o Laruns, dieron siempre como resultado un descorazonador: “¿Hombres-lobo en los Pirineos? ¿Y desde cuándo?”. Especialmente curiosa resultó la negativa de uno de los pastores de la meseta del Soussouéou, quien me contó mil anécdotas de los dos osos que se paseaban por las cercanías de su cabaña e incluso me obsequió con un cuento sobre cíclopes osaleses que no aparecía ni en los libros sobre mitos. ¿Acaso dicho silencio sobre el loup-garou fuese un pacto forzado por el prefecto de los Pyrénées-Atlantiques para no ahuyentar al turismo familiar?
Por lo demás, podía demostrar que el protagonista de mi novela, el Monstruo de Artouste (Ediciones Desnivel, 2005), no era fruto de mi calenturienta imaginación. Al menos, de creer en la veracidad de los textos de cronistas de siglos pretéritos. Para abrir el censo terrorífico de los Montes de Pirene, es preciso ceder la palabra al inquisidor De Lancre, quien halló durante sus viajes de 1603 por el norte de esta cadena a cierta criatura más demoníaca que humana: “Un joven de aproximadamente veinte años, de talla mediana, ojos huraños, hundidos y oscuros… Tenía los dientes muy largos, más anchos de lo normal, aunque de ninguna manera por fuera; las uñas también eran largas, negras desde la raíz hasta la punta, y se hubiese dicho que estaban a medio usar y más hundidas. Eso demostraba que utilizaba las manos para correr y para coger a los niños y a los perros por la garganta; tenía una maravillosa aptitud para ir a cuatro patas. Me confesó que tenía inclinación a comerse la carne de los niños pequeños, entre los que hacían sus delicias las chicas, pues eran más tiernas”. ¿Era éste el primer testimonio escrito del loup-garou del Labourd?
Además, existía el recurso de acudir a las citas de diversos viajeros del siglo XIX. Así, quien quiera rebuscar entre las peripecias de un escocés trotamundos llamado James Erskine Murray en 1835, sabrá de cierto “espíritu mutante de nombre loup-garou que aparecía bajo formas diversas, a veces con el aspecto de un perro de blancura considerable, en los lugares donde cuatro caminos confluyen, arrastrando a veces unas cadenas cuyo eco se escuchaba muy lejos”. Si además recurrimos al padre de los recopilatorios mitológicos del Pirineo, el siempre racional Eugène Cordier, hallaremos una alusión de 1855 a esos “señores misteriosos de la noche que atormentan con sus asaltos silenciosos a los campesinos que llegaban tarde, contra quienes de nada servía tirar una piedra: golpeaba al animal pero nunca le hería, y proseguía su asalto; si se le disparaba con el fusil, la bala rebotaba; así, el desdichado sólo podía lanzar un grito de desesperación cuando el loup-garou le miraba, antes de que su voz se extinguiese… Una especie de perro mágico que guardaba especial inquina contra la raza canina: cuando se encontraba con un perro auténtico, se alzaba sobre las patas de atrás y, por medio de una mandíbula armada con dientes de plomo, se lanzaba sobre él para despellejarlo salvajemente”. Un nuevo testimonio a tener en cuenta sería el del británico Charles Richard Weld, a raíz de lo que escuchó durante su excursión a Cauterets en 1858: “El carácter primitivo de estos montañeses no ha desaparecido del todo mediante el contacto con los turistas, y siguen disponiendo de un buen número de supersticiones muy curiosas: están convencidos de la existencia del loup-garou, una especie de monstruo malvado que es el equivalente del banshee irlandés”. Incluso los curas decimonónicos incluían entre sus relatos a estos seres infernales. Al menos, es lo que hizo en 1891 el padre François Capdevielle: “En Ossau se dice que, para hacer daño, los hechiceros y hechiceras adoptan la forma de gatos, de perros y de loups-garous, y así se dirigen al Sabbat o lugar de reunión presidido por el Diablo”. Sin embargo, no deja de ser curioso que, entre los modernos tratados de leyendas bearnesas, quien debiera ser su archi-malo por excelencia, haya caído en un olvido absoluto.
Hipotéticos pactos de silencio aparte, quizás debiéramos glosar aquí cuanto se sabe de estos monstruitos, por si resulta de alguna utilidad a quienes frecuentan el sector atlántico del Pirineo. Así, se suponía que los licántropos eran casi siempre varones: niños que habían nacido de pie, con los cabellos ásperos como los del lobo o con alguna mancha en la piel característica; con frecuencia, ofrecían un punto del cuerpo por el que no sangraban jamás… A estos supuestos hombres-lobo se les adjudicaba cierto poder de premonición, amén del bien conocido de la metamorfosis, que no siempre tenía que ser en lobo, aunque dicha bestia fuese su preferida por su fuerza y fiereza. Otro sistema para convertirse en loup-garou era a través de la mordedura de uno de ellos, que por algún extraño motivo hubiese desistido de devorar a su víctima tras el ataque, lo más habitual. Las versiones más poéticas suponían que dicha metamorfosis se producía al cruzar a nado ciertos lagos malditos de montaña…, ¿como el de Artouste, en el valle de Ossau? La luna parecía disparar esa mutación, que potenciaba todos los sentidos del sujeto afectado hasta unos extremos sobrenaturales que le servían para dar caza a sus víctimas, a las que despedazaba con saña y devoraba; preferentemente humanos y, a poder ser, chicas jóvenes, pero asimismo ovejas e incluso perros. La tradición sólo concedía como remedio aceptable el cazar a estos licántropos con agua bendita de una iglesia dedicada a San Huberto o mediante proyectiles de plata. Otras culturas sostenían que el único sistema para terminar con él pasaba por su captura para que fuese quemado vivo sin el misericordioso estrangulamiento previo… Si, durante una cacería, algún loup-garou recibía heridas o mutilaciones, al regresar al estado humano las conservaba igualmente, lo que constituía un sistema ideal para su identificación. Se afirmaba que, en ocasiones, pudo constatarse que, mediante un golpe violento entre los ojos, los licántropos volvían a su naturaleza humana, posiblemente, ¡con una severa conmoción cerebral!
Hasta aquí, los datos básicos que nos sirve la literatura. En ciertos ambientes, se creía que un hombre-lobo era tal durante los nueve años que duraba su maldición; si no cometía crimen alguno durante dicho tiempo, regresaba a su forma original. O que, durante su metamorfosis, siempre conservaba la voz y la mirada humanas. También se barajaba la teoría de que la transformación fuese algún tipo de castigo infligido por los dioses durante épocas antiguas… A veces, se aludía a estas mutaciones en lobos o en gatos como el medio más seguro de acudir a un sabbath presidido por el Diablo. Claro que, por el camino, estos seres que gustaban caminar a cuatro patas se entretenían devorando niños y aullando a la luna llena… Todo ello no era impedimento para que no todas las culturas juzgaran a los loup-garou en negativo: hubo quien sostuvo que, a través de la antropofagia, los afectados adquirían una fuerza y sabiduría prodigiosas. Por añadidura, se contaba que ciertos hechiceros arrojaban esta maldición sobre sus enemigos, si bien fuese más frecuente que se la reservaran para ellos mismos.
Se ha aludido al principio de estas líneas al cine de terror clásico. Ciertamente: tanto Van Helsing como Buffy hubieran veraneado muy a gusto en los Pirineos, entreteniéndose tan ricamente con los loup-garou, y con sus primos. Porque la tradición popular ha ido presentando a algún que otro monstruito más. En 1857, narraba Karl des Monts de esa zona semidesértica del Béarn que se extiende entre Mauléon y Tardets, triste y escasa en vegetación como pocas, que constituía una especie de Transilvania pirenaica… Desde antiguo, nadie se acercaba al castillo de Lahonce, donde situaría a cierto joven noble de lúgubres hábitos comparable con Drácula: se decía que desenterraba los cadáveres para alimentar con ellos a su perro negro y a su caballo… Un desgraciado día, este nuevo abominable tomó por esposa a Marguerite, la más bella joven de la comarca, de la que nadie volvió a saber nunca más. Se supone que el vampírico ser la asesinó para trocearla en pedazos pequeños y comérsela entera, salvo los bocados que apartó para su fiel can.
¡Ahora se comprende que los prefectos de los Pyrénées-Atlantiques hayan podido presionar para la erradicación de todas estas leyendas de la memoria colectiva! Sin embargo, espero que, en favor de la libertad de expresión, no se me declare persona non grata en el país vecino y que se me permita seguir cruzando la muga con frecuencia por el Portalet o el Somport. Aunque, claro está, siempre me quedarán los pasos altos de las montañas, al uso de los viejos contrabandistas altoaragoneses…
En fin: una vez difundidos estos detalles sobre la fauna del triángulo que conforma la cordillera pirenaica con el Garona y el Cantábrico, tal vez debamos revisar el contenido de nuestras mochilas. Recientemente, una apasionante obra de Álvaro Osés (Escalad, escalad, malditos, Ediciones Desnivel, 2006) recogía en su página 170, ¡de forma bastante rotunda!, un dicho del escalador zaragozano Jesús Vallés sobre la importancia de llevar siempre consigo los piolets y los crampones. Pues bien: acaso sea prudente rellenar alguna de nuestras cantimploras con agua bendita. Si las Rocky Mountains poseen sus osos grizzly, nosotros disponemos del Monstruo de Artouste y de sus demás acólitos infernales. Acaso el Pirineo haya salido ganando…
3 respuestas a «El aullido del hombre-lobo…»
Hola Alberto.
Me han encantado tus relatos.
Salgo a menudo al monte y si voy acompañado, y si puedo, me acomodo al ritmo y a la marcha y al recorrido de mis amigos. Pero si voy solo, que lo suelo hacer, no tengo medida y me doy unas palizas tremendas. Ya se que no se debe de hacer y que se lo hago pasar muy mal a mi mujer que me esta esperando para ver como y cuando voy a volver. Creo que es por eso que muchas veces voy solo al monte. Te comento esto para decirte que entiendo perfectamente ls aventuras que nos relatas.
Ni se te ocurra acortar tus relatos.Yo me quedó embobada leyendolos y releyendolos.
Tocayo, :), viendo como admites criticas constructivas, y aprovechandome de este medio electronico que nos hace ser “echaos p´alante”, en la vida me atreveria a aconsejarte tal como admiro tus articulos y escritos, te recomiendo que las entradas (articulos o como quieras llamarlo) de un blog no superen mas de una pantalla (a lo sumo pantalla y media).
Jodido de hacer cuando se tiene tanto como tu cabeza tendra que decirnos…..
Esperando nuevas entradas, un saludo.