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Los piolets asesinos

 

Todo en esta vida es complicado. Y, ciertamente, la elección de algunas piezas del equipo montañero no iba a constituir la excepción… Pues sí: resulta que existen piolets buenos y piolets malos. Pero no me refiero a la calidad de los materiales con los que estas herramientas de alpinista hayan podido ser confeccionadas. No; aquí se va a penetrar en el poco conocido lado moral de nuestros queridos piolets. Porque resulta que los hay mejores que otros…, en el plano espiritual, se entiende. Puestos a indagar desde el eje del mal, veamos un trío de ejemplos negativos.

Comenzaremos con una mini empanada de historia, bien aderezada con sangre: érase una vez un líder de la Revolución soviética llamado Leiv Davidovich Bronstein, conocido universalmente por su alias de León Trotsky… Fue el compañero de aventuras de Lenin durante su asalto al poder, fundamental como creador del Ejército Rojo y artífice de su victoria sobre los Blancos en la Guerra Civil rusa. Pues bien: tras la muerte de Lenin en 1924, Trotsky comenzó a perder cota de poder por cuenta de su archienemigo Stalin. Una serie de divergencias ideológicas profundas con este último fueron las causantes de su caída progresiva: depuesto del cargo de Comisario del Pueblo para el Ejército y la Marina en 1925, expulsado del Partido Comunista en 1927, desterrado de la URSS en 1928… Tras vivir algún tiempo en Turquía, Francia y Noruega, León Trotsky tuvo que refugiarse en México hacia 1937, justo un año después de ser condenado a muerte en su patria con el proceso Zinoviev-Kamenev. En 1940, nuestro revolucionario en desgracia residía en la ciudad de México, bien rodeado de secretarios y guardaespaldas. Sus informantes no debieron de andar muy finos, pues permitieron que se le acercase cierto tipo que se presentó como Jackson y que dijo ser periodista: en realidad, se trataba de un agente de la policía secreta soviética de origen español, llamado Ramón Mercader. El caso es que nuestro falso Jackson logró ganarse la confianza de Trotsky a lo largo de seis meses de trato frecuente… El 20 de agosto de 1940, Jackson-Mercader consiguió lo que tan pacientemente había esperado: quedarse a solas con Trotsky con la excusa de mostrarle un artículo suyo, sin que hubiera ni gorilas ni chupatintas de por medio… Aquel día, el espía del GPU vestía un impermeable largo, bajo el cual llevaba escondidas tres armas para cometer el crimen que Stalin le había encomendado: una pistola, una daga y, sí, sí, ¡un piolet! Aquí llegamos al punto crucial de esta batallita del todo verídica: sin que se sepa el motivo, Ramón Mercader eligió para su atentado el último de estos instrumentos, golpeando con él a su víctima una sola vez y en la parte superior del cráneo. Trotsky únicamente acertó a morder a su agresor en la mano, reteniéndole para que lo detuviera su torpón servicio de seguridad, e impidiendo que huyese o se suicidara como era su intención. Leiv Davidovich Bronstein Trotsky falleció tras veintiséis horas de agonía como consecuencia de aquel formidable pioletazo recibido.

El historial de nuestro piolet asesino, rastreado como si fuese un verdadero criminal, resultó bastante curioso: aunque Mercader dijo a la policía haberlo comprado en Suiza para ascender el Orizaba y el Popocatepl mexicanos, al parecer se trató de una mentira, pues se lo había robado al hijo del dueño de una zona de acampada cercana a las referidas montañas. Aquel piolet que terminaría adquiriendo notable popularidad mediática en 1940, puesto que apareció retratado en las primeras páginas de los periódicos de medio mundo… Poco más se iba a conocer del atentado, dado que los servicios secretos de Stalin lograron liberar a Mercader de su prisión mexicana. Nunca se supo por qué, de las tres armas, se decantó por el piolet: ¿al ser más silencioso que la pistola pero más efectivo que el puñal?

Pasemos a un segundo caso de piolet considerado como pernicioso. En esta ocasión, un ejemplo exclusivamente literario, pues se trata del verdadero protagonista de la novela The first deadly sin (1973), de Lawrence Sanders… Su trama nos habla de una serie de brutales asesinatos cometidos en la ciudad de Nueva York: varios hombres estaban resultando abatidos con un arma misteriosa que podría ser desde un hacha de leñador hasta un tomahawk indio. El teniente Huevos de Hierro Delaney terminará por identificar dicho utensilio con un piolet de alpinismo, lo que originará una enloquecida búsqueda del mismo por toda la ciudad: cualquiera de los doscientos mil norteamericanos que por entonces practicaban el montañismo en los USA podía ser su dueño y, quizás, el asesino que perseguían… Así, los detectives comenzaron por rastrear todas las adquisiciones de piolets en la ciudad durante los últimos siete años, lo que redujo la búsqueda a doscientos cincuenta deportistas. Pero el asesino seguía matando sin dejar pistas. La novela describe varios de sus asaltos, como el efectuado contra un policía-señuelo: En el momento de rebasarlo, Daniel Blank cambió el piolet de mano y comenzó su giro. Mientras lo hacía, advirtió que la víctima se detenía de golpe y comenzaba el suyo… Se elevó el piolet. Los paquetes de Navidad cayeron al suelo. Luego hubo dos manos aferradas a su muñeca izquierda… Quedaron aplastados. Blank, encima del hombre, cuyos ojos se veían empañados por una especie de agotamiento. Sus manos soltaron la muñeca de Blank, de modo que éste movió el piolet arriba y abajo, golpeándolo con furia, en un éxtasis; porque este ataque había sido el mejor… Hasta que el joven se quedó quieto, con sus ojos negros brillantes, Blank dejó el piolet a un lado un momento; volvió a coger el piolet, se tambaleó en cuclillas, miró vivamente a su alrededor… Blank se quedó alerta unos segundos y se pasó la presilla del piolet a la muñeca muerta, debajo del abrigo. ¡Hala, de nuevo sangre a borbotones!

Resulta apasionante seguir el trabajo de investigación policial, que sólo se pone sobre la buena pista a raíz de unas multas por exceso de velocidad que se le atribuyen a cierto individuo violento que ha agredido a un homosexual… En este Primer pecado original (versión en español de Ultramar, en 1983) se asiste a autopsias reveladoras de la intimidad de nuestro utensilio alpinista o a curiosas conjeturas sobre la simbología del uso del piolet como falo y de su curvatura hacia abajo como signo de impotencia sexual. Empanadas mentales aparte, hacia las tres cuartas partes de esta larga trama, Huevos de Hierro por fin consigue encontrarse cara a cara con el piolet asesino que busca. Un momento emocionante, que casi dota de personalidad humana a un mero ensamblaje de acero al cromo-níkel-molibdeno con madera de fresno: Ahí estaba. Fue así de fácil encontrarlo. Un piolet de alpinismo. Delaney lo observó sin ningún regocijo. Quizás, con satisfacción. Simplemente eso. Permaneció casi un minuto estudiándolo. No porque dudara de sus ojos sino para memorizar su posición exacta. Apoyada sobre el extremo del mango, y la cabeza contra dos paredes, en un rincón. La presilla de cuero doblada hacia la derecha, y luego vuelta a doblar sobre sí misma. El capitán la tomó con su mano enguantada. La examinó atentamente. Made in Germany. Lo olió. Acero engrasado. El mango, oscurecido por las manchas de sudor. Con una de sus herramientas, corrió suavemente el cuero que recubría el acero. No había manchas debajo del cuero. Pero tampoco había esperado encontrar ninguna. De este modo se conformaba el principio del fin de este pintoresco asesino en serie y de su peculiar arma: un piolet malvado; alemán, para más señas.

Sin rebuscar mucho, podríamos hallar nuevos rastros de piolets poco de fiar entre las páginas de la literatura. Porque, ¿era bueno ése otro que Roger Frison-Roche situó fuera del alcance del protagonista en su novela de 1947 sobre la Grieta en el glaciar? Todavía me acuerdo de la fuerte impresión que, de adolescente, me causó leer el párrafo en el que Zian se percata de que jamás podrá salir con vida de la grieta alpina en la que se ha precipitado cuatro días atrás: A su lado, se produjo un choque sordo. Volvió la cabeza. El agujero de arriba se había agrandado por la acción del sol y el piolet -ironía del destino- acababa de caer junto al prisionero. ¡Su piolet! Tuvo un breve sobresalto e intentó cogerlo pero, aunque su alma era la que seguía mandando, los músculos ya no le obedecían. ¡Demasiado tarde! Su fiel compañero de las cumbres yacía allí, clavado a menos de dos metros, y no podía alcanzarlo. Hizo un esfuerzo imposible por cogerlo de nuevo y acariciar el pulido mango, que conservaba todas las cicatrices de una azarosa carrera. Se arrastró, rodó hasta él y, como sus dedos ya no se abrían, lo oprimió torpemente con el codo y lo colocó junto a su pecho. ¡Ah, si lo hubiese tenido el primer día! ¡Vaya un sarcasmo! Pensó en los esfuerzos sobrehumanos que había realizado para labrar, con una miserable clavija, aquella monstruosa escalera hacia la luz. ¡Qué fácil hubiese resultado hacerlo con esa bella herramienta que producía tan claros tintineos sobre el hielo negro!. Así, recordando aún lo deprimente que me resultó en su tiempo esta lectura (versión española de Juventud, en 1949 y 1983), no me atrevo a asegurar nada sobre el carácter de este piolet made in Chamonix de Zian; como poco, podría catalogarse como inoportuno… Vamos: que incurrió en una omisión de socorro como la copa de un pino.

Mejor no abusar con más historias sobre piolets asesinos o pasotas, e interrumpir aquí nuestra visita al lado oscuro de estos artilugios montaraces… Y, en tanto se dilucida esta cuestión sociológica en una próxima entrega, recomiendo no llevar a nuestros piolets hasta una fundición para que los destruyan al estilo del Terminador de Schwarzenegger pensando en evitar que pudieran verse implicados en algún tipo de crimen. No; no hay que ser miedoso en nuestros tratos con los piolets. En todo caso, cuando vayamos a adquirir uno nuevo, simplemente baste con preguntarle al vendedor si el elegido llega con las debidas garantías de moralidad. Tampoco cuesta nada ser prudente…

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Por Alberto Martínez

Alberto Martínez Embid practica el montañismo desde que era un crío. Últimamente llama la atención su faceta divulgadora, que se podría glosar como firmante de veinticinco libros y participante en veinticuatro colectivos, sin olvidarse de sus más de mil setecientos artículos. Casi todos, de temática pirenaica. Aunque se ha hecho acreedor de tres galardones de narrativa, seis de investigación histórica y siete de periodismo, se muestra especialmente orgulloso del Premio Desnivel de Literatura de Montaña de 2005.

Una respuesta a «Los piolets asesinos»

De nuevo me he de maravillar por un encuentro en plena calle de Zaragoza… Un lector de los que no quieren salir de su anonimato, me dijo que seguía esta página… Y me quiso puntualizar un dato sobre el “piolet asesino” más célebre de la historia: el que liquidó a León Trotsky… Se refería a la familia de su “usuario”, Ramón Mercader…
Pues bien, según mi amable interlocutor, gran entendido en temas de nuestra Guerra Civil, su madre era una conocida activista barcelonesa adscrita al Partido Comunista… Así, Caridad Mercader se distinguió durante los combates en la Ciudad Condal del domingo 19 de julio de 1936, cuando se logró sofocar la rebelión militar encabezada por el general Manuel Goded… De hecho, Caridad salvó la vida a dicho militar cuando los milicianos ocuparon la Capitanía alzada contra la República: a pesar de la bandera blanca y de los intentos de la Guardia Civil y Mossos d’Escuadra por evitarlo, la mayoría de los oficiales golpistas fueron ejecutados allí mismo… De cualquier forma, Goded terminaría fusilado en los fosos de Montjuich en el mes de agosto, tras el correspondiente consejo de guerra…
Se ve que hay historias infinitamente más tristes y crueles que las protagonizadas por nuestros queridos piolets…

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