Me veo obligado a presentar con rapidez una especie de segunda parte de mis divagaciones sobre los piolets asesinos. Desde que colgué dicho texto en este blog, diversos acontecimientos han adelantado algo remotamente parecido a un apocalipsis pioletero: representantes de conocidas marcas de material se pusieron en contacto conmigo para saber si alguno de sus modelos se había visto implicado en crímenes… En cierto Principado pirenaico muy mercantil, han descendido drásticamente las ventas de estos trastos, tanto los técnicos como los de randonneur… Incluso he sabido que la policía municipal de Zaragoza detectó a una serie de individuos arrojando por la noche al Ebro unos misteriosos fardos lastrados que parecían contener picos pequeños… ¡Caramba, no sabía yo que el influjo de desnivel.com llegara tan lejos! Pero, tras conocer la existencia de los piolets homicidas, no hay que dejar que nos tome el pánico: estos artilugios también pueden resultar benignos desde el punto de vista moral.
Ciertamente, existen testimonios indulgentes hacia estos útiles de alpinista. Para romper una lanza en su favor, recurriré al historial del piolet más famoso del pirineísmo apoyándome en cierta novela cuyo título hace referencia a su nombre: Flor de Gaube (Desnivel Ediciones, 2003)… Aunque, primero, he de aclarar que, en tiempos pasados, cada alpinista bautizaba sus piolets a modo de simbiosis y afecto con esa especie de compañeros de cordada, inanimados y poco habladores. Así, en contra de lo que se pueda creer tras observar la portada del referido libro, ¡Flor de Gaube no era el mote artístico de ninguna protagonista venezolana de culebrones televisivos! No: Fleur-de-Gaube aludía al nombre del piolet más célebre del pionero de la escalada, Henri Brulle. Quien desee saber más sobre su dueño, no hará mal en rebuscar el artículo que le dedicara, hace no mucho, la revista Desnivel (nº 265, agosto de 2008). Por motivos de espacio, dicho trabajo no permitió desentrañar ciertas peripecias trepadoras de este abogado de Libourne. Desde aquí, aportaré algún jaloncito más de esta crónica trepadora a caballo de los siglos XIX y XX…
Antes de que los portasen Brulle y compañía, los apodados Rompecuellos del Club Alpin Français, apenas se habían visto por el Pirineo piolets, un instrumento alpino por excelencia. El bueno de Henri Brulle adquiriría el primero de los suyos, a la par que Jean Bazillac y Célestin Passet, en los Alpes del Delfinado y durante el verano de 1883: los estudiosos los han designado como los Tres Piolets Saint-Christophe; además, tuvo otro de origen británico, llamado Cumberland, desde el año 1894. Sin embargo, el más conocido, con diferencia, fue Flor de Gaube, cuya traducción acertada al español querría significar algo como “el mejor de Gaube”: ¡nada que ver con la flora de dicho valle del Pirineo central! Claro que un castizo lo hubiera expresado de una forma más rotunda: aquel piolet resultó ser “el más chulo de Gaube”.
Vamos a rastrear un poco sus hazañas. El caso es que el origen de Flor de Gaube aparece confuso, pues no se sabe con certeza si perteneció inicialmente a un joven guía suizo llamado Gottlieb Meyer, o simplemente se trataba de una copia de su particular modelo de picolet… De cualquier manera, el utensilio del helvético, mucho más corto de lo que entonces era habitual, fascinó a Brulle en cuanto lo vio durante su viaje al Berner Oberland de 1886: el pirineísta no tardaría en interesarse sobre cómo podía conseguir uno de estos, digamos, piolets técnicos de los icemen del siglo XIX. Ni corto ni perezoso, debió de cerrar algún tipo de trato con dicho guía, truncado a raíz de su muerte en un accidente en el Schreckhorn… Así y todo, Meyer padre terminó por sacar adelante el acuerdo de su vástago y, desde Grindelwald, envió un piolet a Libourne por correo. Actualmente, se mantiene la duda sobre si ese Flor de Gaube exhibido en la Sala de Honor del Pirineísmo del Musée Pyrénéen de Lourdes perteneció antes a Gottlieb Meyer o si se trataba de una réplica. Para el caso importa poco, pues Brulle protagonizaría con dicho instrumento diversos hechos memorables: el más reputado, la superación del difícil bloque empotrado durante la primera al couloir de Gaube, un 7 de agosto de 1889. No puedo resistirme a reproducir un fragmento novelado de este hecho histórico, extraído del texto que publicara Desnivel Ediciones en 2003:
“Por lo que veía Brulle, las fuerzas del hombre de Gavarnie comenzaban a menguar. En tal caso, ¿sería preciso descender el corredor? ¿Alguno de ellos sobreviviría a la experiencia de pasar una noche dentro del mismo? ¿Se iban a congelar allí sin remisión o se precipitarían en la gran grieta del comienzo? En apariencia ajeno a todas estas cuestiones, realizando un alarde de inmensa paciencia, Célestin Passet volvió a calzarse con calma las botas claveteadas y los crampones. Mientras ajustaba, en tan incómoda posición, el lío de cordones y de correas a sus pies, el guía pensaba en realizar el esfuerzo postrero, antes de considerar un repliegue en el que tenían muy pocas posibilidades de triunfar. Una vez más, alzó la mirada hacia el gigantesco bloque que les impedía el paso y que parecía querer burlarse de su arrogancia de humanos. Era muy tarde…, ¡ya tendrían que estar traspasando la Brecha de Gaube! Luego, sopesó su viejo piolet alpino de Saint-Christophe, que tan escasamente útil se había mostrado. Un destello de inspiración hizo reparar a Célestin que, con esta herramienta tosca y de pegada poco efectiva, jamás lo conseguirían. Sin embargo, contaban en el grupo con otro piolet mucho más compensado y ligero de peso, de pico fino y penetrante.
”Señor Brulle, esto no marcha bien -le dijo a su cliente, clavando en él su mirada franca-. Con mi piocha, no logro romper la costra de hielo. ¿Quiere usted dejarme la suya, para ver si me va mejor?
”Henri Brulle, sorprendido por la inesperada propuesta, asintió con un gesto vago y le pasó con cuidado su piolet. En cuanto lo tuvo en la mano, Célestin sintió crecer en él una agradable sensación de optimismo. Ciertamente, el útil del abogado de Libourne parecía, con mucho, más adecuado para golpear el hielo vítreo de Gaube. El primer impacto de tanteo le transmitió, amplificadas, estas impresiones positivas. Con movimientos certeros, el guía volvió a descargar el piolet de Brulle contra el revestimiento de la roca, logrando, ahora sí, que grandes fragmentos cayesen sobre sus cuatro ordenados compañeros. Uno de los mayores fue a parar a la cabeza de su paisano Salles, quien, al marchar el último, no le prestaba tanta atención como los demás, hiriéndole levemente en la frente a pesar de su desmesurada boina. El trabajo de zapa, en contra de las apariencias, hubo de ser muy lento, y siempre acompañado de enormes precauciones. ¡Ni Miguel Ángel debió poner tanto cuidado cuando labró las primeras vetas del bloque de mármol que terminaría resultando su David! Porque, en cualquier momento, Célestin podía perder el equilibrio y caer sobre sus compañeros, provocando una tragedia colectiva. El propio montañés llegó a pensar que jamás alcanzaría la parte superior del peñasco empotrado. Pero, tras obtener unas muescas mínimas en la roca, después de hacer saltar el verglás y alzarse sobre aquellos interminables cinco metros, Passet acertó a apoyar la rodilla sobre el remate del gran bloque, tembloroso y casi exhausto”.
Así pudo fraguarse la victoria del couloir de Gaube, por obra y gracia del piolet que hoy nos ocupa. Ya entre las manos de Henri Brulle, Flor de Gaube resultaría imprescindible para lograr otra proeza: que su dueño escapara de esa gran grieta del glaciar de Ossoue por la que se precipitó en 1893. ¡Su famosa escalada de tres metros junto a René d’Astorg y Roger De Monts! Parece oportuno detenerse unas líneas más en un percance poco difundido que tan caro estuvo a punto de costar a estos escaladores de primera hora… Así, de regreso de otra ascensión, el referido trío bajaba por el glaciar Este del Vignemale, un tanto descuidado y con prisa, pues habían quedado con Henry Russell en sus Cuevas de Bellevue para tomar el té… ¡Cosas de los icemen decimonónicos! El hombre de cabeza, Brulle, no reparó en el aspecto sospechoso de una mancha de nieve que, en realidad, ocultaba una grieta enorme, de ésas anteriores a la recesión de los hielos pirenaicos, cuyo fondo ni se atisbaba. El galo se cayó adentro, quedando encajado a tres metros de la superficie y entre dos provindenciales salientes. Menos mal: sus compañeros De Monts y Astorg lo habían retenido mediante la cuerda en muy mala postura, con los nudos de cintura a punto de estrangularles mientras sus manos se desollaban al sujetarlo. Tal era la precaria técnica de aseguramiento en glaciar de finales del siglo XIX: el anudamiento que empleaban, el llamado del Alpine Club, demostraría, en la práctica, ¡ser corredizo! Al menos, Brulle aferró en su mano a Flor de Gaube: gracias al concurso de su pico lograría ascender en ele por la grieta, centímetro a centímetro, hasta salir a la superficie… Tras este nuevo servicio, el pirineísta retiró el piolet de la primera línea, colocándolo en el sitio preferente de su casa: sobre la chimenea. ¡Su artilugio suizo se había ganado holgadamente la jubilación!
Como hemos podido ver, Flor de Gaube fue un piolet bueno por excelencia, que acaso desprendiese lo que los místicos definirían como karma favorable. Cosa que no pasó con todos los cachivaches de Brulle. Por ejemplo, se sabe que nuestro protagonista estuvo a punto de batirse en duelo con un alemán sirviéndose del llamado Saint-Christophe, por defender el honor de una dama inglesa con la que mantuvo un idilio al filo de la Dent Blanche alpina, allá por el verano de 1885. Con toda esta escenografía desplegada, uno sólo puede preguntarse si Henri Brulle logró llevarse la gata al agua…
Olvidando estas tendencias duelistas del de Libourne, se ha podido constatar que existen piolets de los que sólo se contarían bondades. A saber: el del denominado milagro de la Gran Facha que, en 1940, frenó la caída de Maïte Chevalier en el helero somital de dicha montaña a pesar de haberse roto su regatón, el del buzón del pico Central de las Frondellas, que nos saluda en cuanto visitamos el referido cordal y ofrece las mejores perspectivas del Balaitús…, el del Centre Excursionista de Lleida que guarda el socio que completa la Lista Izard de tresmiles pirenaicos…, o el que sirve de tirador en la entrada de la Librería Desnivel en la plaza Matute de Madrid y que abre de par en par el maravilloso mundo de la literatura de montaña. ¿Será que la moralidad de un piolet depende en buena parte del karma que destila la persona que lo empuña?
Una respuesta a «El más chulo de Gaube»
¡Por el piolet de Rabadá! Cuánta historia de piolets en un solo relato.