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Poligamia entre montañas

 

Mis comentarios sobre el Rey de los Gatillazos me han proporcionado alguna censura. Así, he de excusarme ante aquellos lectores que leyeron dicho texto atraídos por su título, que parecía ocultar la promesa de quién sabe qué tórridos relatos eróticos… Para compensarles por la empanada histórica que endosé, he preparado este otro, confiando que no chirríe en exceso dentro del ambiente de entrañables fechas navideñas que vivimos. Acepto el reto: hablemos del sexo en las tierras altas.

Mucho antes de que me percatara de la existencia de cierto actor llamado Brad Pitt, ya conocía las aventuras asiáticas del escalador Heinrich Harrer. Así, leí el texto de sus Siete años en el Tíbet (1953) cuando era un adolescente fácilmente impresionable. Y, ni que decir tiene, más que maravillarme ante las peripecias por el Techo del Mundo de uno de los vencedores de la Eigernordwand, quedé fascinado ante sus, digamos, notas liberales sobre la cultura sexual tibetana…, ¡en los años cuarenta del siglo XX! Mera cuestión de hormonas desatadas, diría yo.

En justificación de mi pubertad bulliciosa, parece justo reconocer que Harrer fue sirviendo con verdadera maestría, a lo largo y ancho de su libro, toda una serie de gotitas picantonas… Al menos, según entendemos la vida en nuestro mundo occidental, sede de añejas tradiciones judeocristianas. Su retahíla de apuntes sexuales comenzó con una temprana anécdota sobre esa chica tibetana tan amante de andar cómoda por la casa cuando rondaban los invitados masculinos: Para guisar se ha quitado la piel de cordero que le cubría el busto y dificultaba sus movimientos y, medio desnuda, sigue vigilando la olla. Más adelante nos enteramos de que eso es una costumbre corriente y que nada hay más natural, incluso en Lhasa, que es la ciudadela del budismo.

¡Gasp! El budismo casi obtuvo aquí a un nuevo converso… Pero aquella observación pícara no iba a ser excepcional. Un poco más adelante, Harrer narraba la hospitalidad de esa tribu nómada donde una muchacha joven le explicó que sus dos maridos estarían ausentes todo el día. ¡Arrea! ¿Poliandria…? ¿Una mujer casada con varios hombres…? ¡Pues vaya jarro de agua fría! ¡Adiós a mis proyectos de sacarme el carnet de discípulo de Buda! Con el tiempo, incluso llegué a sospechar que ese párrafo pudo significar el arranque del interés por los temas budistas de la mismísima Penélope Cruz… A pesar del chasco, lo último que yo pensaba era en abandonar un libro con semejantes pinceladas etnográficas. Continuando la lectura de aquellos Siete años en el Tíbet que nos servía Juventud, supe del ingreso de Harrer en el territorio de los khampas, donde se enteró de que el hermano del bönpo compartía su mujer con su hermano mayor. Nuestro buen germano proseguiría su censo de nuevos casos de estas, digamos, uniones múltiples consentidas, detectadas más allá de la Brecha de Guring: La mujer de rostro de muñeca vivía en una tienda nómada del Changtang con sus tres maridos (tres hermanos). Y habría otro testimonio más, ahora obtenido en la ciudad de Lhasa, referente a cierta princesa del Sikkim que fue la primera que se negó a casarse además con sus cuñados.

Pero es tiempo ya de dejarnos de anécdotas menores y de entrar en materia. Porque Harrer dedicó al tema de la sexualidad tibetana un generoso texto. No debería extrañar que mi estupor juvenil alcanzara niveles alucinatorios con su particular explicación sobre los vínculos familiares establecidos entre las montañas del Tíbet:

Surkhang se divorció una vez, y a los tres años de su segundo matrimonio, quedó viudo de su segunda mujer. Desde entonces comparte con un noble de categoría inferior la esposa de este último. En el contrato que los une, Surkhang ha estipulado que la dama es también la esposa de su propio hijo, a fin de que, a su muerte, su fortuna no pase íntegramente a la viuda. En casi todas las familias se dan situaciones tan extravagantes como ésta; pero el caso más curioso que he conocido es el de una madre cuñada de su propia hija. La poligamia y la poliandria se practican de modo corriente, aunque la mayoría de los tibetanos no tienen más que una mujer o marido.

En general, el hombre que tiene varias mujeres es porque se ha casado con varias hermanas sin descendencia masculina, pues de este modo se logra que la fortuna no se disperse y quede en unas mismas manos. Éste es el caso de nuestro amigo Tsarong, el cual se casó con tres hermanas herederas de una antigua familia noble de Lhasa, cuyo apellido ha adoptado por concesión del Dalai Lama.

Al revés de lo que podría imaginarse, los matrimonios viven tan unidos como los de Europa, y unas reglas muy severas determinan las relaciones entre los miembros de la familia. Si dos o tres hermanos comparten la misma mujer, el primogénito disfruta de derechos más dilatados que sus hermanos menores, los cuales no pueden hacer prevalecer los suyos más que cuando el mayor se ausenta o si tiene una amante… En el Tíbet hay un exceso de mujeres. Una gran parte de la población masculina se destina a la carrera sacerdotal y cada pueblo tiene su monasterio, por lo que los presuntos maridos constituyen una minoría. Únicamente los hijos legítimos tienen derecho al título de herederos, pero nadie se preocupa demasiado por saber quién es el padre. Lo importante, como siempre, es la defensa del patrimonio.

Aquí la gente se casa muy joven: las chicas, a los dieciséis años, y los muchachos, a los diecisiete o dieciocho. Por su parte, la nobleza cuida celosamente de conservar la sangre azul, y sus miembros se casan siempre entre sí; sin embargo, están rigurosamente prohibidas las uniones entre cosanguíneos, y tan sólo el Dalai Lama puede autorizar alguna derogación a esta regla… Los divorcios son muy escasos y siempre deben someterse a la aprobación de las autoridades. El adulterio se castiga severamente, y si bien, según las leyes, la esposa adúltera es condenada a que se le corte la nariz, yo no he visto aplicar nunca esta pena. Cierto que un día me enseñaron a una mujer muy vieja que no tenía nariz: parece que la habían sorprendido in fraganti; pero yo creo más bien que aquella mutilación era consecuencia de la sífilis.

Tras haber viajado hasta el Techo del Mundo de la mano de Heinrich Harrer, parece justo recurrir a una segunda opinión, ¡que la hay! Así, será preciso abrir un interesante texto de Robert Ford, editado asimismo por Juventud, de título: Prisionero en el Tíbet (1958). La crónica de quien fuera operador de radio en Kham a finales de la década de los años cuarenta, tampoco dejará de sorprendernos. Como en el libro anterior, el tema de los enlaces múltiples fue tratado ampliamente por este británico:

Mi soltería consideróse un tanto fuera de lugar. Atendiendo a nuestras normas, la moralidad en el Tíbet resultaba relajada, si cabe más relajada en Chamdo que en Lhasa. Sin duda el hecho obedecía a la difundida costumbre de los funcionarios y tropas de Lhasa de tomar esposas provisionales. Pero me figuro que semejante cosa era inevitable en un país donde se permitían indistintamente la poligamia y la poliandria.

La poligamia era evidente, pues una cuarta parte de los varones se metían monjes. La poliandria solía practicarse a fin de conservar íntegro un patrimonio familiar. Una mujer podía ser requerida en matrimonio por todos los hermanos más jóvenes de su marido. Semejantes uniones no motivaban complicaciones en cuanto a la paternidad, pues los vástagos eran hijos legítimos del primer marido, en tanto los hermanos de éste se consideraban sólo tíos. El hecho de que en las uniones polígamas las esposan fuesen con frecuencia hermanas obedecía, asimismo, a cuestiones de herencia.

En Lhasa conocí a un funcionario de alto rango cuyo hijo tenía participación de tercer grado en su madrastra. La mujer era plebeya y tenía ya un marido cuando el funcionario se casó con ella. Éste no quería dejarle todo el dinero, por lo cual introdujo a su hijo en calidad de tercer marido. El hijo hallábase ya prometido con otra muchacha, pero por consideración a su padre rompió su compromiso y accedió a adquirir simultáneamente una esposa y una madrastra.

Eso no significa que los tibetanos practicasen comúnmente el amor libre o que sus mujeres fueran más asequibles que las nuestras… La historia de que los tibetanos hospitalarios ofrecían a sus mujeres o hijas a los huéspedes nocturnos no fue corroborada por mi experiencia.

Aparte de mi punto de vista moral, existían evidentes razones prácticas que me inclinaban a permanecer soltero. Aunque los demás funcionarios me importunaban e incitaban a tomar una esposa provisional, creo que si me respetaban más era porque no lo hacía… Pero había otras razones que me impelían a conservar la castidad. Una de ellas era la tremenda propalación de las enfermedades venéreas. Dichas enfermedades eran corrientes en todo el Tíbet, si bien especialmente graves en Kham. Había tal ignorancia médica y falta de higiene, que tan sólo el clima salvaba al país de una verdadera epidemia, si bien no lograba impedir la difusión de la sífilis y gonorrea… Intenté divulgar algunos consejos, descubriendo que la mayoría de los khambas desconocía el origen de las enfermedades. Según general creencia, todos los males eran obra de los malos espíritus, dado lo cual resultaba imposible enseñarles la teoría de los gérmenes como causantes de la enfermedad.

Y aquí, entre nuestras queridas montañas ibéricas, ¿se sabe de situaciones similares? Al menos, en el sector pirenaico, se ha detectado algún caso reciente de poliandria. Sin embargo, por pura discreción, esbozaré muy por encima la historia que me refiriera un conocido etnólogo aragonés: había descubierto que, sobre los años cincuenta del siglo XX y en una remota región de Sobrarbe, se dio algún fenómeno de uniones no convencionales que le pudo revelar la propia protagonista de los hechos; bastante avergonzada, por cierto… Al parecer, la buena señora se había visto abocada a cohabitar con dos hermanos bajo el mismo techo de la casona familiar, perdida entre las montañas. Pero, mejor, cerrar aquí este capítulo…

En cuanto al lado práctico de todas estas notas sobre etnografía en estado puro… ¿Nos podrán ayudar a comprender a los urbanitas qué demonios hacían las gentes que vivían rodeadas de cumbres, durante las largas noches de invierno y de frío intenso, en esos tiempos no tan lejanos en los que no existía la televisión? Ah, la maldita caja tonta, siempre lista para quebrar las mejores tradiciones montañesas…

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Por Alberto Martínez

Alberto Martínez Embid practica el montañismo desde que era un crío. Últimamente llama la atención su faceta divulgadora, que se podría glosar como firmante de veinticinco libros y participante en veinticuatro colectivos, sin olvidarse de sus más de mil setecientos artículos. Casi todos, de temática pirenaica. Aunque se ha hecho acreedor de tres galardones de narrativa, seis de investigación histórica y siete de periodismo, se muestra especialmente orgulloso del Premio Desnivel de Literatura de Montaña de 2005.

2 respuestas a «Poligamia entre montañas»

Ciertamente, “hago” la colección de los Premios Desnivel de Literatura… Pero, como voy siempre tan mal de tiempo, todavía me queda un par de libros por leer. Ahora ando con el más reciente:

ARRUGA, Javier, “De la montaña y el amor”, Desnivel Ediciones, Madrid, 2012.

¿Y viene a cuento que airee por aquí al último “Desnivelito”? Yo diría que sí. Y, si no, atentos a este duro fragmento de texto donde se describe una visita al templo de Bodhnath:

“Por entre las filas que se forman de manera concéntrica, se entrometen chavalillos de cabeza rapada y hombro izquierdo al aire. Son los aprendices de monje, siempre juguetones pese a las reconvenciones de sus maestros. Para ellos no todo es paz, pues se pegan y se persiguen para vengarse, aunque todo entre grandes risas. Inevitablemente, recuerdo que en los monasterios tibetanos era práctica corriente que los aprendices de monje fueran violados por sus maestros. En todas partes cuecen habas”.

¡Ay, qué caramba! Hace nada colgué un comentario en esta entrada añeja, y he aquí que tengo ocasión de adornarla con otro más. Abreviaré: quienes tengan curiosidad por este tema, que se dejen caer por la siguiente publicación…

CARMENA, Ernesto, “Poliandria: una para todos, todos para una. Rara entre los humanos, la unión sexual de dos o más machos con una hembra reporta beneficios a variopintas especies animales”, en: Muy Interesante, 328, marzo de 2013. p. 52-55.

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