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Una pedrada que estremeció Inglaterra

En la entrega previa acompañamos a Mary Eyre durante su escabrosa entrada en Andorra a través de la frontera norteña. Para esta escritora de estilo tartarinesco, las desventuras no habían hecho sino comenzar. De hecho, la inglesa estaba a punto de sufrir en sus carnes una especie de gamberrada pastoril cuando cruzaba por las montañas, ahora sola. Bueno, acompañada por su perro Keeper y por una achacosa yegua a la que llamaba Señora Gamp.

En su periplo del 26 de junio de 1865, cuanto menos, se había librado del guía francés, ese Jerôme Roan Tatine que tan brusco se había mostrado. Sin embargo, los trekkers del segundo tercio del siglo XIX, fueran hombres o féminas, estaban expuestos a riesgos cuando transitaban por las regiones remotas del Pirineo.

Nada como insistir en la obra de Eyre, Over the Pyrenees into Spain (1865), para descubrir cómo discurrió su lamentable incidente con unos pastores:

“Hasta donde sé, soy la primera inglesa [con el permiso de Henrietta Chatterton] que se ha atrevido a invadir la privacidad de esa república de bolsillo [sic]. No le recomiendo a ninguna mujer desprotegida que siga este camino. Yo viajo porque es mi condición [de autora de guías], como dicen los franceses […]. Aproximadamente a una milla y media antes de llegar a la aldea de Encamps, estaba bajando penosamente por una empinada montaña, sola, al lado de la yegua, por supuesto, fuera de la vista de Tatine, cuando pasé junto a dos pastores. Los saludé. Respondieron con sonrisas y pensé: Si se trata de una muestra de andorranos, son una raza hermosa y hermosa”.

Nada parecía anticipar ningún ataque. Y, sin embargo, en este punto aconteció lo peor de su aventura en la frontera de nuestra británica: al parecer, a aquellos vaqueros no se les ocurrió otra cosa que tirarle una piedra que le dio en la cabeza. Un episodio al que dedicó una larga descripción que sin duda logró estremecer a sus lectores. Interrumpamos en este punto el párrafo que la Eyre dedica al acto violento, y pasemos a la siguiente etapa de su viaje hacia Andorra la Vella. Ahora, escoltada de nuevo por su pintoresco guía:

“Esperaba [Tatine] que me cayera y que tal vez me rompiera una extremidad al descender algunos de estos caminos difíciles. El primer deber de un guía es no perder nunca de vista a su viajero. Y sabía que no era una montañera acostumbrada a las montañas cuando le prometió al señor cura y a la señorita Charlotte Sicre [en L’Ospitalet] que me cuidaría bien. Él quería que yo montara durante el resto del camino hasta Encamps, pero estaba demasiado mareada y débil como para poder sentarme a caballo a lo largo de esos caminos, si es que así se podían llamar. En estos Pirineos, los caminos generalmente van o hacia abajo o hacia arriba por la ladera de una montaña, por el lecho seco o parcialmente seco de un torrente. Cuando viran alrededor de una montaña con precipicios, parecen haber sido originalmente trazas de cabras, quizás ensanchadas un poco por el hombre. Todo el camino hasta Encamps fue un fuerte descenso y, enferma como estaba, me vi obligada a caminar. Mi cabeza me dolía en exceso, el viento frío me atravesaba como un cuchillo y temía que parte del cerebro pudiera quedar dañado por el intenso dolor que sufría. Tatine se sentía furioso porque el accidente [del apedreamiento] había sucedido por su negligencia y porque no me podía llevar a caballo, y no tenía nada conmigo para aliviar la sensación de desmayo, ni siquiera una gota de vino o brandy […].

”Por fin llegamos a Encamps. Tenía cartas para un andorrano rico de allí, pero hubo algunas dificultades para encontrarlo. Su hijo, naturalmente, se había dirigió a él por su nombre correcto, pero, como era habitual en el Ariège y Andorra, solo se le conocía por su sobrenombre. Finalmente encontramos su casa, presenté mis cartas y recibí de él y de su esposa toda la amabilidad posible, aunque debieron de haberme considerado una especie de oso, porque estaba demasiado débil para hablar. Estaban preocupados por lavar mi herida con sal, vino o brandy, pero yo sabía que mi cuerpo siempre se curaba bien […].

”Mi anfitrión se mostró muy molesto porque me hubiera sucedido semejante desgracia y prometió que castigaría severamente a los muchachos. Se los describí tanto a él como a Tatine, pero sabía que no es costumbre castigar cualquier crimen que no fuera el asesinato en Andorra, y solo bajo circunstancias muy agravantes. Así, me atrevo a suponer que escaparon. Sin embargo, don Antonio Maestro estaba claramente avergonzado de que se le hubiera dado una recepción tan descortés a una foránea inofensiva que, además, le había traído cartas de su hijo y del maestro de escuela de su hijo, e hizo todo cuanto pudo para expiarlo. Él y su esposa insistieron en que me acostara y permaneciese aquella noche en Encamps, pero yo estaba empeñada en llegar a Andorra [la Vella]. Pensé que cuanto antes terminara mi viaje, mejor, y que si empeoraba, al menos debería estar alojada en una posada […].

”Me sentía menos débil después de una hora de descanso, y tanto él como Tatine me aseguraron que no había más precipicios, así es que volví a montar y reiniciamos el viaje. Seguía enferma, pues aunque el dolor agudo del corte había cesado, el dolor de cabeza debido a la violencia del golpe permaneció. Sin embargo, no pude evitar admirar la grandeza salvaje de los pasos por los que llegamos a Andorra [la Vella] y las magníficas vistas desde Escaldes, el último pueblo antes de llegar. Aquí nos detuvimos nuevamente para que le pusieran una herradura al caballo, y nos sorprendió ver al joven andorrano que habíamos conocido durante la mañana y que el infiel Tatine me había propuesto como guía, quien se había detenido en la fragua con el mismo propósito. También había sido apedreado por los mismos pastores, pero él saltó de su caballo y corrió tras ellos para golpearles. No pudo evitar una sonrisa significativa cuando se enteró de mi desgracia […].

”Atravesamos el puente, rodeamos una empinada repisa de rocas, solo apta para cabras, teniendo a cada lado jardines y casas […]. Por fin vinieron dos andorranos que también parecían muy dolidos por el honor de su país, puesto que había sido tan vergonzosamente maltratada. Pero don Pedro [Babot] no podía hablar sino en castellano […].

”Hubiera sido una gran escena para un artista; de hecho, una gira por este país salvaje sería una mina de riqueza para un pintor, pero era cualquier cosa menos un lugar agradable para una mujer desprotegida y con la cabeza lastimada […].

Tatine vino entonces para cobrar, y me alegré mucho por estar en la compañía de los dos Babot mientras ajustaba cuentas con él. Después de recibir los catorce francos acordados, tuvo la desfachatez de pedirme que lo recomendara como un buen guía en mi libro.

Ciertamente no –le dije–: gracias a ti casi me matan. Te habías comprometido a cuidarme bien, y seguiste caminando con el caballo, bastante fuera de la vista y también del oído. Te dije que te quedaras conmigo, que era tu deber como guía, porque si me hubiera caído por los empinados precipicios de las montañas y me hubiera roto una pierna, ¿quién estaba allí para ayudarme? Si hubieras estado a mi lado para protegerme como deberías haber estado, esos chicos andorranos nunca me habrían arrojado piedras. No eres apto para guía.

Ya es suficiente –me dijo malhumorado, y se fue.

Me parece –me dijo el señor Babot–, que estabas más enojada con Tatine que con los chicos que te lastimaron.

Ciertamente –le respondí”.

Con estas expresiones de enfado británico concluiremos las peripecias en Andorra de Mary Eyre. Una dama que, como puede imaginarse, durante su permanencia a orillas de las Valiras serviría anécdotas de lo más pintorescas… El relato de su accidentado ingreso en el País del Pirineo, por muchos motivos evidentes, no deja de ocupar un lugar preeminente dentro de esta crónica turística. Un incidente no fue único: en el resto de la cordillera hubo otros como el asalto del grupo de Russell y Lequeutre en el Cotiella, el incidente del revólver de Schrader en Añisclo, el similar percance russelliano en los ibones de Anayet, las tensiones de De Bouillé por un fusil en Bachimaña… En fin: las emociones de los pirineístas decimonónicos con los nativos más belicosos. Porque haberlos macarras también los hubo.

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Por Alberto Martínez

Alberto Martínez Embid practica el montañismo desde que era un crío. Últimamente llama la atención su faceta divulgadora, que se podría glosar como firmante de veinticinco libros y participante en veinticuatro colectivos, sin olvidarse de sus más de mil setecientos artículos. Casi todos, de temática pirenaica. Aunque se ha hecho acreedor de tres galardones de narrativa, seis de investigación histórica y siete de periodismo, se muestra especialmente orgulloso del Premio Desnivel de Literatura de Montaña de 2005.

5 respuestas a «Una pedrada que estremeció Inglaterra»

A saber qué pudo suceder en realidad, pues aunque la buena dama describe el incidente durante unas cuantas páginas, no deja de ser confuso… Aunque de la herida en la cabeza y de la participación de dos gamberros, parece no haber duda… Si eso llega a suceder, pongamos, en el paso de Khyber del Afganistán de entonces, igual la reina Victoria les manda a sus lanceros bengalíes e invade el país…

Ya lo creo que sí, Luis. Y si te endosas el libro al completo, uno se parte con sus aventuretas…

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