Si de algo me siento orgulloso en estos últimos tiempos revueltos es de mi artículo sobre la ascensión del espolón Carpé al Monte Fairweather aparecido en la Revista Alpinist.
Ya he contado mil veces el original camino que siguió el artículo y su autor, o sea yo mismo, hasta que vio la luz. Fue el segundo artículo de un español que aparecía en esta revista. Cualquiera que viva la montaña con intensidad sabe lo que representa esta revista. Tanto que se permite utilizar en su portada una acuarela… Pero tiene un problema, por lo menos aquí en España. No es fácil de conseguir. Ni tan siquiera en las librerías especializadas es habitual encontrarla. Por ese motivo y porque ya ha pasado más de un año de su aparición, me decido a subir el texto del artículo en castellano a este blog. Muchos de vosotros me lo habéis pedido, espero que os guste:
¿Con qué ojos se mira una montaña quince años después de haberla intentado la primera vez?
Como si fuera un espejo que te devuelve tu propia imagen envejecida, así miraba al Fairweather cuando desde la avioneta, a lo lejos, divisé su silueta. La primera vez que pude verlo entre jirones de niebla fue en junio de 1995, desde el suelo. Ahora, en 2010, está delante de mí, frente a la avioneta que nos dejará en el Campo Base. Es la primera vez que lo veo desde el aire, en toda su grandeza. Tantos y tantos recuerdos de estos quince años, toda una vida. Lo vuelvo a mirar, siento miedo, ya no volveré a tener una nueva oportunidad. Siento que el Fairweather me devuelve la mirada. Me dará una segunda oportunidad, pero ninguna más, esta será la última. Siento que no puedo fallar.
Cuando era mucho más joven tenía un amigo que había convertido el salón de su casa de la Plaza de España de Madrid en una gran biblioteca. Yo vivía en aquel Madrid de finales de los sesenta y los setenta al que llegaron mis padres después de algunas vueltas por la geografía española con su hijo recién nacido. Junto con miles de emigrantes humildes y desubicados nos instalamos en lo que entonces eran los cinturones periféricos construidos para albergar a toda esa mano de obra barata que el franquismo necesitaba para el futuro “gran milagro” español. Ahora la mayoría de estos barrios son parte de la ciudad con pleno derecho, pero entonces no lo eran. Eran como grandes pueblos deprimidos con gentes de todos los lugares de España.
En mi barrio había gallinas en la calle, vacas de verdad en la lechería, gentes que en verano, bajo un calor insoportable intentaba ahuyentar la nostalgia de su tierra entre tragos de vino y discos de flamenco en el balcón de su piso de 50 m2 , donde, como podían, se hacinaban las familias numerosas y los parientes que habían venido del pueblo a probar fortuna o por algún papel del ministerio.
En este barrio crecí yo.
La línea real que dividía aquel Madrid periférico y suburbial del centro castizo y algo más cosmopolita era el río Manzanares. Para ir al Madrid de verdad había que atravesar el río. En mi barrio se llamaba “bajar al centro”. Pero nosotros, los chavales, no bajábamos a menudo. Teníamos, además de las calles del barrio, lo mejor que puede soñar un chaval para sus aventuras: la Casa de Campo, un gran parque forestal de cientos de hectáreas salvaje y desconocido. La Casa de Campo estaba llena de restos de la guerra civil, de ríos, de montañas, de árboles gigantes y exóticos, había conejos, ardillas. Era, para nosotros, simplemente perfecto.
No sé porqué será que los recuerdos de mi vida siempre están llenos de luces, de reflejos de escenas casi fotográficas. Pensar que solo se debe a mi profesión de fotógrafo me parece un poco simple, no creo que con doce años tuviera yo muy claro mi futuro.
El caso es que es así, mi Magdalena de Proust son las luces, las imágenes.
En una zona de la Casa de Campo había un gran lago. Recuerdo que muchas tardes, cuando ya la edad me alejaba de los juegos infantiles, iba a pasear con mi primera novia. Paseos interminables por las zonas más oscuras del parque buscando la intimidad y sobre todo el descuido de ella para robarle algún beso con el que aplacar los ardores de la adolescencia. Entre intento e intento nos sentábamos al borde del lago. No sé muy bien porqué pero recuerdo que casi siempre era de noche.
El lago estaba situado de tal manera que en sus aguas se reflejan con toda nitidez los lejanos edificios de la Plaza de España. Ahora Madrid ha crecido mucho y los grandes rascacielos y los edificios modernos ya no están ahí. Pero entonces, para nosotros, chicos de barrio humilde, la Plaza de España de Madrid era lo más de lo más.
Recuerdo horas sentado a la orilla del lago viendo el reflejo de las luces de los grandes edificios de la lejana plaza, imaginando las vidas que se vivirían en sus hoteles, las fiestas en las lujosas casas, los amores desesperados que sentirían las parejas que tenían que separarse o la felicidad del reencuentro.
Yo entonces ya leía mucho, y yo no sé si fue la literatura o las películas en blanco y negro de la televisión que veíamos en familia o el cine o las ganas de imaginar otros mundos que me persigue desde entonces, sentado en aquel banco, mirando aquel otro mundo lleno de reflejos, de brillos, lejano e imposible entendí, ya para siempre, que existen otros mundos, que existe el amor, que hay que viajar, que la vida siempre, siempre, siempre, merece ser vivida.
Luego pasaron muchas cosas y también fueron pasando los años.
Y de repente un día, no sé muy bien cómo, conocí a una persona que vivía en uno de esos edificios del otro lado, de los que yo veía reflejado en las aguas del lago. Era exactamente como yo había imaginado que tenía que ser la gente que vivía allí. Él puso en mí casi todas las semillas que luego florecerían. Me enseñó a amar el arte, la pintura, las grandes montañas… Como un gran maestro medieval, lleno de sabiduría y paciencia, mi amigo me descubrió a los paisajistas americanos, a los fotógrafos que vinieron después de estos y que me influyeron de tal forma que no puedo mirar nada en la naturaleza sin verlo por sus ojos. Me envenenó con la poesía, llenó de elegancia y sensibilidad mi amor por las montañas y de caballerosidad y épica mis escaladas.
Su biblioteca era para mí como un santuario. Estaba lleno de libros increíbles, de piezas de arte, de buena música, de un sosiego y una paz que para mí, el chico de barrio, eran simplemente la felicidad. Tardes enteras dedicadas a descubrir como era ese mundo desconocido y lejano para un joven alpinista que apenas conocía algo más que las montañas cercanas a Madrid.
Así, poco a poco, fui descubriendo a los pintores de la Escuela del Río Hudson, los fotógrafos del Sierra Club como Ansels Adams o Bradford Washburn o las narraciones míticas de Jack London en aquellos libros de mi amigo llenos de grandes fotos, de mapas y de descripciones de un mundo salvaje y lleno de aventuras. Para un fotógrafo principiante como yo en aquellos años, las fotos de la cámara de placas de Adams o de Washburn eran todo un descubrimiento. Años después, esta manera de entender la fotografía me sirvió incluso para los trabajos de fotografía publicitaria de mi estudio en Madrid. Y así, poco a poco, fui descubriendo Alaska: the last frontier.
El efecto que toda esta información tiene sobre la cabeza y el espíritu de un joven montañero que está ansioso por descubrir las montañas más lejanas y las aventuras más arriesgadas solo he podido valorarlo con el tiempo. Uno queda envenenado de paisajes salvajes, de montañas infinitas y de historias legendarias para toda la vida. Y después de escalar montañas en el Himalaya, en los Andes, en la Antártida, y por todo el mundo, vuelvo una y otra vez a parar a Alaska porque es mi inspiración, porque representa todo lo que de joven aprendí en aquellos libros, porque es la aventura en estado puro. Dicen que uno se enamora de “las montañas” por una sola montaña, que es esa “montaña” la que siempre buscamos cuando una tras otra ascendemos a todas las cimas. Ese es el veneno que hace que los alpinistas busquemos el antídoto en todas las montañas del mundo. Y mi veneno es Alaska.
Por eso cuando éramos muy jóvenes, mucho más que ahora, elegimos el Monte Logan para nuestra primera expedición a “las tierras del Gran Norte”. Y aunque el Monte Logan pertenece a Canadá, partimos de Yakutat que es un pequeño pueblecito de la costa de Alaska con todo el sabor y la esencia de las tierras de Alaska. Fue nuestro bautismo de fuego. Aquello era tal y como yo lo había imaginado. Paisajes salvajes, montañas infinitas y nosotros los primeros alpinistas de nuestro país que conseguíamos aquella cima. Jamás olvidaré cuando el pequeño avión de la Alaska Airline nos dejó en el aeropuerto de Yakutat y salimos a la calle en busca de nuestro alojamiento: las casas de madera con los cuernos de caribú en la puerta, las inmensas raquetas de nieve en el porche, los gigantescos árboles por doquier y ese espíritu de “frontier” que todo lo impregna. Entonces tenía 27 años como el resto de mis cinco compañeros de expedición. Algo pasó durante aquella expedición al Monte Logan que nos cambió nuestra manera de ver la montaña y las expediciones. Era el veneno de Alaska que ya estaba dentro de nosotros.
No me interesa nada la visión deportiva de la montaña. Nunca he ido a escalar como el que practica un deporte más, a competir por una marca o a apuntarse una nueva cima en su curriculum. Solo quiero subir montañas con el corazón, que sean solitarias y formen parte de mi paisaje interior. Me gustan las montañas llenas de leyendas de misterio y de épica.
Eso es el Fairweather, una bella y excepcional montaña en el límite de Alaska y la Columbia Británica apenas separada del mar por 20 kilómetros. En España nadie conoce estas montañas pero yo había oído hablar de ella a mi amigo y los libros de su biblioteca me mostraron las primeras fotografías de la zona. Las fotos aéreas de Washburn sobre el Fairweather eran tan sugerentes y con tanto detalle que parecían una invitación a su escalada. Luego comencé a leer cosas sobre la montaña y sus primeras ascensiones. Era perfecta, tenía todo lo que un alpinista aventurero puede desear. Un gran desnivel, pocas ascensiones, dificultad, y sobre todo grandes historias a su alrededor.
Ya el origen de su nombre es muy revelador. Se lo puso el Capitán Cook en 1778 cuando lo divisó desde la Glaciar Bay. Él lo contempló en uno de los raros días de cielo despejado y buena visibilidad. Después se ha mantenido como extraño guiño de humor negro. El tiempo en esta zona suele ser fatal. Al estar situado en primera línea del Golfo de Alaska recibe los húmedos y violentos vientos del Pacífico que en este lugar son fríos y llegan cargados de nieve, esto da lugar a unas formaciones glaciares de primer orden, inmensas masas de nieve y enormes glaciares que llegan al mar, es el paisaje que rodea al Fairweather.
Los primeros ascensionistas Carpé, Ladd, Taylor y Terry Moore, en el año 1931, partieron desde la playa de la Bahía de Lituya, y después de casi dos meses consiguieron ascender por la que en su honor se llama desde entonces Carpé Ridge. A esta primera escalada la precedieron don intentos entre los que se encontraban Warhol y el propio Carpé. En los siguientes 27 años no se volvió a ascender. En la actualidad cuenta con unas 33 ascensiones y por el espolón Carpé unas 14. No son muchas teniendo en cuenta que, a pesar de su modesta altura 4.800 m., es el segundo mayor desnivel de Norteamérica con 4.663 después de la cara norte del McKinley. El McKinley por su cara norte tiene un desnivel de 5.182. Por cierto, y para los amantes de las curiosidades, el tercero es el Monte Rainier y el cuarto con 3.368 m. está en el Valle de la Muerte que como parte de una cota negativa (-85 m.) consigue este llamativo récord en la cima del Pico Telescopio. Todos estos ingredientes, además del sorprendente tsunami de la Bahía de Lituya que se produjo en el año 1958 y levantó la ola más grande de la que se tiene registro en toda la historia, constituyen un cóctel perfecto para una gran aventura. Además, casualidades del destino, también fue Carpé el primer ascensionista del Monte Logan, íbamos siguiendo sus pasos.
En el año 1995, acompañado de Cristóbal Real, Eugenio Cardeñosa, José Antonio Pérez y Manuel Martínez organizamos la primera expedición al Monte Fairweather por el espolón Carpé. Habíamos leído que los primeros intentos se habían realizado desde la costa, desde el cabo Fairweather y la Bahía de Lituya. Todo un prodigio de exploración y aventura relacionado con los nombres míticos del alpinismo norteamericano: Washburn, Carpé, Sherman. Nosotros quisimos hacer lo mismo que nuestros héroes. Ellos habían partido de la playa para atravesar los 20 km. de distancia hasta el campo base que se instala al pie de la montaña. Y para ellos también esos 20 km. de tierra boscosa supusieron un pequeño infierno. En los dos primeros intentos no consiguieron llegar a la base del Fairweather. Puedo imaginarlos, como nosotros, vagando días y días entre árboles gigantes y osos y grandes grietas en el glaciar. El grupo de Washburn recorrió durante días un valle glaciar que bautizaron como Desolation Valley. Con el nombre está todo dicho.
A día de hoy, cuando recuerdo nuestro primer intento al Monte Fairweather del año 95, se me llena la cabeza de fuertes sensaciones. Y el corazón también. El paso del tiempo ha ido haciendo desaparecer los malos recuerdos y queda, sobre todo, una fuerte sensación de soledad y aventura con mayúsculas.
La avioneta nos depositó en la playa del Cabo Fairweather. Entonces no utilizábamos teléfonos satélite y la recogida se fijaba a una hora de un día un mes después. Solo llevábamos unos walkie talkie para comunicarnos entre las diferentes cordadas del grupo. Nunca olvidaré la sensación que se siente en Alaska cuando despega la avioneta y te abandona a tu suerte en un lugar en el que tienes que ser autosuficiente por completo. Te sientes perdido en la inmensidad, inseguro, pero feliz de formar parte de semejante paisaje. Te vuelves un poco mineral, como parte de la tierra. Pero sientes miedo, mucho miedo, aquí los glaciares son mayores, las montañas infinitas, los osos muchos, las grietas de nieve más profundas, las tormentas salvajes. Todas estas cosas son temibles en las altas montañas del resto del mundo pero en Alaska todo es superlativo, todo es bestial. Y tú viendo cómo se aleja la avioneta, cómo te abandona en aquella terrible soledad. Y es justo por esto por lo que me entusiasma Alaska.
Desde el Cabo Fairweather intentamos llegar al campo base de la montaña en línea recta. Nuestro mapa decía que era posible, nuestra inexperiencia también. Pasamos mucho tiempo vagando por bosques sacados de Jurassic Park, con la sola orientación de la brújula. Nunca habíamos visto bosques como aquellos. Gigantescos árboles creciendo encima de los glaciares en movimiento, pedreras cubiertas de un traicionero musgo que casi nos obliga a encordarnos para no desaparecer entre piedra y piedra y osos que no veíamos pero que sabíamos que estaban observándonos. Y un tiempo infernal que nos hizo pensar que el sol aun no estaba inventado en estos parajes. Días y días de lluvia pertinaz que hacía que se mojaran todos nuestros equipos y la humedad nos entrase dentro de los huesos. No dejamos de pensar en los pioneros que recorrieron estos mismos bosques camino del Fairweather en los años treinta Carpé, Washburn, Moore. Si nosotros padecemos con sufrimiento las inclemencias del tiempo y llevamos equipos modernos y de buenos materiales, ¿cómo se sentirían ellos?, ¿cómo sería su humedad bajo sus pesados jerseys de lana?, ¿cómo secarían sus botas de cuero?, ¿cómo dormirían en sus mojados sacos de dormir? Cada instante mis compañeros y yo nos preguntamos con asombro y admiración cómo serían aquellos alpinistas que hace más de 60 años pensaron que la proeza de ascender el bello Fairweather desde la costa era posible. De tanto preguntárnoslo y recorrer el mismo camino que ellos nosotros también vamos sintiéndonos como ellos, un poco héroes y un poco alpinistas de otra época.
Después volvimos a la costa y decidimos intentarlo por el glaciar del Fairweather que llega hasta el mar. Por lo menos no tendríamos esta vegetación desbordada que hacía imposible el avance. Y fue casi peor. Cuando después de 12 días por fin pudimos llegar al glaciar después de atravesar puentes de hielo a punto de derrumbarse, nos encontramos con un paisaje desolado que parecía no acabarse nunca. Kilómetros y kilómetros a nuestro alrededor de morrenas pedregosas que apenas nos permitían progresar con nuestros inmensos macutos y que hacían difícil incluso colocar las tiendas de campaña de nuestros campamentos. El hielo, que afloraba entre las piedras de tanto en tanto, nos obligaba a dar grandes rodeos, incluso, en alguna ocasión, a utilizar la cuerda para evitar una imprevista caída. Todo en torno a nosotros era gris y de unas proporciones inmensas. En algunos momentos del día, cuando las nubes se oscurecían y estaban tan bajas que no podíamos ver apenas unos metros, teníamos la sensación de encontrarnos en un mundo monocromo, estéril y mineral, sin vida, sin relieve y que amenazaba con ingerirnos para siempre. No en vano los primeros ascensionistas lo bautizaron como Desolation Valley. Y algunas de las fotografías que tomé en aquel lugar forman parte de una exposición fotográfica que monté años después titulada “el paisaje desolado”. Pocos sitios en el mundo han causado tan honda impresión en mí y en todos los compañeros de expedición.
Pero un día, las nubes se levantaron y pasamos de un paisaje en blanco y negro al color del sol más radiante y por fin conseguimos ver el Fairweather. Al fondo del glaciar, muy lejos aún, se levantaba una montaña de líneas puras y elegantes, de unas dimensiones formidables, rodeada de nieves perpetuas. Fue entonces cuando entendimos por qué esta montaña forma parte de los grandes mitos del montañismo. Fue también entonces cuando asumimos que por muchos esfuerzos que hiciéramos no podríamos ascenderla. No por aquella ruta.
A partir de ese momento todos nuestros esfuerzos estuvieron encaminados a llegar por lo menos al campo base, a poder ver la ruta desde abajo. Recuerdo los días interminables con unas mochilas gigantescas que convertían el avance en un suplicio. Las empinadas pedreras sobre el glaciar que nos obligaban a encordarnos y hacían imposible buscar un buen emplazamiento para acampar, y kilómetros y kilómetros avanzando con monotonía sin saber muy bien a donde ni para qué. Cuando desaparecieron las piedras el glaciar comenzó a llenarse de grietas. Parecía que ya estábamos cerca de la base de la pared, pero esas grietas que al principio eran un simple entretenimiento bienvenido después de la monotonía de las pedreras, se volvieron infranqueables. Demasiado riesgo para ser solo la aproximación al campo base. Un último y desesperado esfuerzo nos llevó a intentarlo por uno de los laterales del glaciar. Otra vez el bosque y los osos más cerca que nunca. Sus huellas están en todos los árboles de nuestro campamento. Qué miedo.
Incluso llegamos a dar unos largos de escalada por un terreno inestable y peligroso en nuestro afán por ver la montaña un poco más cerca y que nuestra derrota no fuera tan manifiesta. Después de un espolón mitad roca mitad hierba tenemos que aceptar la cruda realidad: estamos tan lejos del Fairweather que necesitaríamos otro mes para poder ascenderlo. Pero Alaska nunca decepciona y nos regala un vivac inolvidable con unas maravillosas vistas panorámicas de la montaña, la costa y los glaciares que llegan hasta el mar. Un espectáculo imposible en otras montañas y que se queda grabado en nuestros corazones porque para nosotros es toda una novedad. Hay pocas montañas en el mundo que tengan la singularidad de estar tan cerca del mar, de que sus glaciares, en unos pocos kilómetros, desemboquen en la costa. Y menos aun con el desnivel y las masas de hielo que tiene el Fairweather. Tan solo, años después, he podido contemplar algo parecido en la Península Antártica. Los últimos rayos de sol tiñen de naranja las cimas de la montaña mientras el mar, que está a nuestros pies, se vuelve casi negro y la línea de la costa se recorta interrumpida de vez en cuando por las lenguas de los glaciares que desembocan en mar. Manu y Cristóbal que están conmigo sonríen relajados, les noto felices después de tantos días de sufrimiento. Yo también estoy feliz. Quizás fue aquí donde nació la intención de volver al Fairweather. O quizás fue durante las incontables horas de marcha con el pesado macuto a la espalda. O quizás fue durante los días que nos dedicamos a pescar mejillones entre las rocas para atenuar el hambre que un error de cálculo con la comida nos estaba produciendo.
El caso es que la semilla del Fairweather, de Alaska, ya estaba dentro y quince años después floreció.
En el año 2010, quince años después de nuestro primer intento, volvimos al Fairweather. Y entonces conseguimos ascenderlo por el espolón Carpé, conseguimos hacer realidad el sueño que se había gestado quince años antes.
De los miembros de la primera expedición del año 95 solo quedábamos dos, Manuel Martínez y yo, entonces teníamos 32 años. Los otros dos alpinistas, Iñaki Peribañez y Fernán Rubio, eran nuevos en Alaska. ¿Con qué ojos se mira una montaña quince años después de haberla intentado la primera vez? Como si fuera un espejo que te devuelve tu propia imagen envejecida, así miraba al Fairweather cuando desde la avioneta, a lo lejos, divisé su silueta. No son las montañas las que cambian, somos nosotros los que vamos envejeciendo y es nuestra mirada las que las hace diferentes. Mi amigo Manu, cuando no podemos subir alguna cima por el mal tiempo o cualquier otra contrariedad, siempre dice: “no hay que preocuparse. Las montañas no cambian de sitio, no se mueven. Nos estarán esperando para el próximo intento”.
Pero yo sé que el tiempo siempre corre en contra de los alpinistas, nos hace un poco más viejos y nos deja cada vez más fuera de juego. Pero esta vez, quince años después íbamos a volver a intentarlo, y como dice Manu, el Fairweather seguía en el mismo sitio, nos había estado esperando.
Esta vez la intentaríamos como la gente normal, llegando desde Haines en avioneta al campo base. Ya habíamos tenido bastante aventura en el intento anterior. Nuestro piloto Drake Olson hace honor a la reputación de todos los pilotos de Alaska que he conocido. Alaska continúa como la recordaba, eso me hace estar tranquilo. He visto demasiadas veces como la voracidad del progreso ha cambiado las montañas de mis recuerdos. Algunas ni siquiera las reconozco. No solo envejecen los hombres, también las montañas a nuestros ojos.
El ritual del aterrizaje en el campo base del Fairweather es el mismo que en cualquier campo de hielo de Alaska. Nadie, ni siquiera el piloto, está seguro de nada. Lo intentamos dos veces y por fin lo conseguimos. Después la misma sensación de siempre: la avioneta que se marcha dejándote abandonado en esa inmensidad, la sensación de pequeñez, la inseguridad… y después la felicidad de saberte único en un lugar único. Miro a la cara de mis compañeros, sobre todo de Iñaki y Fernán que es la primera vez que vienen a Alaska. Aunque son grandes alpinistas y, como buenos vascos que son, muy reservados, descubro en su cara la emoción y el respeto que les produce encontrarse en un sitio así. No son de mostrar sus sentimientos con palabras, pero yo, después de tantos años, he aprendido a leer en la cara de muchos montañeros las emociones que no cuentan sus palabras. Para ellos es un gran momento, lo dicen sus ojos.
Nunca coincide el lugar del aterrizaje con el mejor sitio para colocar el campo base. Pasamos varios días buscando el mejor punto para atacar la montaña. Qué diferencia con el intento del 95. Ahora tengo la cima delante de mí, sé por donde tengo que subir, lo veo. No es como un sueño que contemplo entre nieblas a muchos kilómetros lejos de mí. El espolón Carpé es directo y elegante, una aerolínea que llega hasta la cima sin interrupción. Me alegra comprobar, ahora que estoy cerca y puedo verla con más detalle que en el año 95, que hicimos una muy buena elección. Será una gran escalada.
El tiempo parece estable y empezamos la escalada. La calidad del hielo deja mucho que desear, es frágil y quebradizo. Parece que el calentamiento global también afecta a mis montañas de Alaska, estamos a final de mayo y ya casi no podemos pasar por los corredores de nieve. No solo envejecen las personas, también lo hacen las montañas, sobre todo sus glaciares. Pensábamos que en estas fechas encontraríamos mucho hielo y frío, pero no es así. La roca en las partes bajas del espolón esta muy presente y la ausencia de frío hace que la nieve se funda con rapidez y se convierta en algunas zonas de la pared en pequeñas cascadas de agua.
Cuando hemos superado los primeros cientos de metros giro la cabeza y veo el mar. Es una masa azul oscuro con una delgada línea que la separa de la banda casi negra que es la costa boscosa. Todo el horizonte esta difuminado, como una fotografía mal enfocada. Es una visión mágica, como irreal. La costa del golfo de Alaska está a nuestros pies. Para mí es emocionante recordar cuanto esfuerzo nos llevó esa estrecha franja de tierra. De repente me siento más joven, quince años más joven. Pero ahora no puedo dedicar mucho tiempo ni esfuerzo a mis recuerdos, bastante tengo con lo que hay por delante para pensar en lo que ya quedó atrás. Esta montaña me ha dado una nueva oportunidad y yo no puedo despistarme. Necesito todas las fuerzas para demostrar que la voluntad es capaz de vencer a los años.
Los metros se van sucediendo. La escalada es difícil pero nos permite la progresión de una manera fluida. Yo voy atado con mi eterno compañero Manu que también estuvo en el intento del 95, ¿qué pensará él tantos años después? He recorrido casi todas las montañas del mundo a su lado y no le he visto envejecer. La proximidad a las personas nos hace verlas siempre como el día que las conocimos, en nuestra cabeza (y en nuestro corazón) no pasan los años por ellos. Él también está emocionado. Habla poco, pero yo le conozco y sé que los recuerdos del intento anterior le llenan la cabeza, como a mí. No hace más que girar la cabeza y mirar hacia la costa una y otra vez. Por fin, una de las veces, mi mirada se encuentra con la suya, me dice: “uff…, de jóvenes no estábamos muy bien de la cabeza”. Yo le contesto: “de mayores tampoco”.
Un chorro de sangre seca le recorre la cara hasta el cuello. Unos metros más abajo una piedra desprendida al paso de Iñaki le ha golpeado la cabeza y la sangre llenó su cara dándonos un buen susto. Pero Manu es un tipo duro, siempre lo ha sido. No se queja y se limita a cubrirse la herida con un pañuelo. Le pregunto: “Manu ¿estás bien? Él me responde: “sí, procura hacerme las fotos del otro lado porque la sangre no me favorece”. Se equivoca, las fotos quedan muy bien, le dan aspecto de aguerrido montañero…
Llegamos a nuestro primer campamento. No tenemos ni una pequeña plataforma donde poner las tiendas. Después de la paliza del día tenemos que tallar una cornisa para poder acampar. Estoy muy cansado, pero me alegro de esta decisión, otra vez mirando la montaña desde arriba, me hace más joven. Al día siguiente los largos se van sucediendo. La nieve va mejorando según vamos ganando altura, se va endureciendo y es más estable, pero aun así hace demasiado calor. ¿Qué va a pasar con nuestras montañas dentro de unos años como esto continúe así? He visto retroceder los glaciares en Groenlandia en un periodo de pocos años entre dos viajes, los volcanes de Ecuador mantienen a duras penas las nieves de sus cimas. Y qué decir del Kilimanjaro, en el año 1988 intentamos ascender por una vía glaciar que abrió pocos años antes Reinhold Messner (1978) y no fue posible por la ausencia de hielo. Hoy día prácticamente no queda nieve en todo el Kilimanjaro. Muchas de las vías glaciares a las montañas de Alaska ya no son factibles a partir de Mayo, por ejemplo la que nosotros estamos ascendiendo. Malos tiempos para los glaciaristas.
Yo soy el que más peso sube, quizás mis anteriores experiencias en Alaska me han hecho más conservador y eso se traduce en el peso de mi mochila. Mis compañeros parecen más frescos, pero eso siempre ocurre en la alta montaña. Siempre nos parece que los demás sufren menos que nosotros. Nadie habla del cansancio, estamos positivos y no queremos estropear estos momentos. Por eso agradezco que esta sea una jornada más corta que la anterior. Desde este maravilloso mirador no puedo dejar de observar la costa que está debajo de nosotros como una alfombra que se extiende a nuestros pies. Con las luces de la tarde parece hecha de un tejido amarillo y naranja. Pienso una y mil veces en mis compañeros que ahora no me acompañan. Algunos ya ni siquiera van a la montaña. Otros sí, pero no han podido venir. Ellos también están aquí. Por ellos yo estoy aquí.
Al día siguiente salimos muy temprano, de noche, es la única manera de garantizar que la nieve esté dura. Y realmente lo está desde la puerta de la tienda. Siempre que vengo a Alaska observo fenómenos singulares que solo ocurren aquí. Delante de mí, sobre una montaña, atardece y amanece al mismo tiempo. Aún conserva las luces de la tarde por el Oeste y ya su cara Este comienza a iluminarse. Esto para un fotógrafo como yo es una cosa alucinante. La cima del Fairweather se proyecta sobre la superficie marina del Golfo de Alaska, es como si estuviéramos escalando en un mundo irreal y líquido. Montañas y mar todo tan cerca que se produce una sensación de irrealidad.
Después de unos largos difíciles de nieve dura y vertical salimos a una especie de falsa cima debajo de la nariz que es la parte más vertical y técnica de toda la ascensión. Por más veces que me ocurra no logro acostumbrarme a estas montañas que siempre guardan lo más difícil y comprometido para el final. Miro hacia arriba y siento la tentación de dar por buena la ascensión hasta ese punto. Total en el anterior intento no llegamos ni al campo base, bastante alto estamos quince años después. Sabemos por el relato de Carpé que este es el punto más comprometido de la ascensión. Ellos, que subían tallando escalones en el hielo, tuvieron que retirarse de aquí por el mal tiempo e intentarlo varios días después. Todos en mi grupo estamos maravillados de la hazaña de los primeros ascensionistas. Llegaron desde la costa y además fueron capaces de inaugurar este difícil y estético itinerario con el material y el equipo de la época. Para nosotros son unos auténticos héroes.
Pero veo a mis amigos ya debajo del vertical muro de la nariz. Ahora no puedo fallar, tengo que sacar fuerzas de donde no las tengo y seguir adelante. Una aérea travesía nos deja debajo de un muro vertical de hielo envuelto en niebla. Aquí nos atamos todos juntos, Iñaki encara con decisión los casi 90º del muro. Es curioso, nadie cuestiona que este tramo tiene que ser para Iñaki, es el escalador más técnico de todo el grupo y su manera de escalar nos transmite confianza. Nosotros le llamamos “la liebre” porque nos recuerda las carreras de galgos. Él va delante y todos los demás le seguimos a la carrera. Ya es uno más, ya tiene el veneno de Alaska, y después de él todos juntos hacia la cima. Pero no, siempre queda un último problema que resolver antes de pensar que somos lo mejores. Una gigantesca grieta engulle a Fernán antes de la cima. No pasa nada, para eso está la cuerda. Pero el miedo es libre y nosotros sentimos mucho.Todo ocurre en décimas de segundo. Veo tensarse la cuerda y escucho un lamento que viene de dentro de la tierra. Mi reacción es inmediata, saco mi cámara de fotos y comienzo a disparar como un loco. Cuando Fernán consigue sacar la cabeza del enorme agujero y me ve con la cámara comienza a maldecir. Quizás tenga razón y no sea una situación para hacer fotos pero no puedo evitarlo. Después de los primeros momentos de tensión se sonríe, sabe que estas fotos después servirán para aumentar su larga lista de anécdotas montañeras (y para presumir delante de la novia).
Después, entre una espesa niebla, llegamos a la cima. Sabemos que es la cima porque no hay ningún punto más alto en los alrededores, pero no vemos nada. Nada de nada. Triste bienvenida la que nos dispensa el Fairweather para quince años de espera. Ni siquiera podemos hacer una foto de los cuatro, el viento no lo permite. Pero a mí me da igual, acabo de quitarme quince años de encima, me siento mucho más joven. Mis compañeros sonríen pero tienen prisa por comenzar el descenso, yo también.
El descenso es una especie de sueño lleno de luces de la tarde, jirones de niebla que van y viene y un cansancio extremo. Me obligo a disparar mi cámara fotográfica para luego poder recordar estas sensaciones de irrealidad, y para que no se diga que no soy fotógrafo a la vez que alpinista. Nubes ardiendo en increíbles colores rojos y amarillos entran sin parar por un lado de la arista, nos envuelven y muy deprisa, como con urgencia, salen por el otro lado. Son como el decorado de una gran obra de teatro que fuera cambiando permanentemente de escenario. Hay que deshacer paso a paso los metros ganados con tanto esfuerzo durante todo el día. Yo bajo como borracho, borracho de sensaciones, de recuerdos, de vida. Estos años no han pasado en balde por mis rodillas y las bajadas son un pequeño suplicio. Pero eso ya no importa, hace quince años tenía bien las rodillas y no llegamos ni al campamento base. Ahora volvemos de la cima.
Veintiséis horas después de que partiéramos esta mañana de las tiendas del último campamento, estamos de regreso. Entro en mi tienda y enseguida me meto en mi saco de dormir. Intento dormir pero no lo consigo, solo pienso en ese joven alpinista que imaginaba estas montañas en las páginas de los libros de su amigo en Madrid. Y me pregunta: “¿ha merecido la pena la espera?”. Y yo solo acierto a contestarle entre sueños: “dímelo tú que eres más joven”.
Las locuras que más se lamentan en la vida son las que no se cometieron cuando se tuvo la oportunidad. Si me lo permites, contesto yo al joven Selva que soñaba con sus futuras aventuras: claro que ha merecido la pena. Además, nada se hace realidad si antes no se imagina…
Me quedo con la imagen de una montaña sobre la que amanece y atardece a un tiempo… gracias por ella (y con las ganas de saber cuál es la reputación de los pilotos de Alaska).
Besos Javier