Para Ramón Larramendi, el gran maestro del frío.
Acabo de cumplir cincuenta años. Uno está tentado de decir, al igual que cuando vamos hacia el sur decimos bajar, que está en el ecuador de su vida. Pero por desgracia, lo mismo que por estar el sur en los mapas dibujado en la parte de abajo desplazarse hacia él no es ir descendiendo, la mágica cifra de cincuenta no es exactamente la mitad de la vida. Ojalá fuera así.
El caso es que con estas edades por muy activo que uno se mantenga y por muchos planes que nos ronden por la cabeza ya tenemos muchas cosas que contar. En este punto siempre recuerdo la anécdota que me ocurrió cuando a la vuelta de la expedición castellano manchega al Gulha Kangri nos recibió José Bono. Por entonces era el presidente de la comunidad, y al recibir como regalo de los expedicionarios una piedra del glaciar donde estaba colocado el campo base (o por lo menos eso le contó el jefe de expedición que como buen jefe andaba sobrado de morro) contestó ante el estupor general de los que esperábamos que nos lanzaría la piedra a la cabeza como consecuencia de los dudosos logros alpinos conseguidos:
– “Me alegro mucho de este regalo que formará parte de los recuerdos que guardo con cariño, porque ya tengo una edad en la que aún no vivo de recuerdos pero ya los recuerdos me ayudan a vivir”.
Acojonante ¿no?, en ese momento entendí, como una revelación camino de Damasco, que los políticos son de una pasta especial… la posterior trayectoria del personaje así lo ha demostrado.
Y todo esto para justificar, además de esta incipiente barriga que no logro quitarme, que el relato que estoy escribiendo es de la primera travesía invernal del Báltico que se realizó por un equipo español. Bueno no exactamente eso, sino que fue hace trece años, en 1999. Este es uno de “los recuerdos que me ayudan a vivir”.
Sobre esta expedición nunca he escrito, una de las muchas que han pasado desapercibidas en esta tierra nuestra que gusta sobre todo de ochomiles conocidos y grandes paredes que a todos nos suenan. Esta aventura forma parte de mi trilogía del frío. Esto conviene explicarlo un poco no siendo que alguno se crea que me refiero al frío que se tiene cuando cogemos la moto por la mañana y que antes (el tiempo de “hombre de pelo en pecho y mear en pared”) combatíamos a base de carajillos. El frío de las regiones árticas no es exactamente igual al de la alta montaña. Y no lo es no porque no sea el mismo en el termómetro o en las congelaciones que nos puede producir, sino porque es continuo, constante y no da tregua. No hay manera de relajarse en un campo base con la colchoneta al sol mientras se seca la ropa de la jornada anterior.
El gran maestro sobre estos temas que es Ramón Larramendi tiene una frase genial que resume esta diferencia:
– “En el Ártico el problema, hablando de temperaturas, no son las mínimas si no las máximas”.
Yo, que le había oído decir esto en varias ocasiones, no le entendí hasta que intentamos el monte Asgard, en la isla de Baffin, en el invierno de 1993. En nuestra línea de exploración y de hacer las cosas aún más difíciles, como si estuviéramos sobraos, la añadimos una travesía con pulkas que en sí misma hubiera sido ya toda una hazaña, sobre todo a nuestros años y con nuestra experiencia en esos terrenos. En efecto, a punto estuvimos de perecer. Nuestro equipo y nuestra preparación era de alta montaña y eso en el Ártico no vale para nada. Las pasamos putísimas y a punto estuvo de acabar en tragedia. Como muy bien había descrito Larramendi, el problema no eran los -40 ó -45 grados de las noches, lo que realmente marcaba la diferencia con respecto a las montañas que conocíamos es que en ningún momento la temperatura subía de -15º. Pasaban cosas asombrosas como que rompimos varios pares de crampones, casi nada de la comida que llevábamos era comestible (curioso ver como se usa la longaniza para clavar las piquetas de las tiendas), la pluma de los sacos se convierte en heladoras pelotas de hielo sobre tu cuerpo y, en resumen, todo lo que uno se puede imaginar se convierte en sólido.
Ahora puede parecer exagerado pero algunos de los participantes en aquella expedición jamás volvieron a repetir. Esta fue la primera expedición de la trilogía: el descubrimiento del frío ártico.
Años después, en 1997, tuve la inmensa fortuna de volver por las regiones árticas con Ramón Larramendi. Concretamente a la Laponia sueca, al Parque Nacional de StoraSjöfallets.
Después de nuestra durísima experiencia en Baffin habíamos intuido que para viajar a las tierras árticas debían existir técnicas y materiales que pudieran hacer más humana la experiencia. Cómo explicar si no que raramente los esquimales se congelan o que nuestro amigo Ramón, después de más de tres años viajando por el Ártico, no tuviera ni una sola de aquellas “extremidades tocadas” que tan frecuentes son en el mundo del alpinismo. En Suecia lo aprendí. Una tras otra fueron cayendo todas las reglas que con rigidez aplicamos en la montaña. Encendíamos nuestros hornillos de gasolina dentro de la tienda, entrábamos calzados sobre los sacos de dormir, no desmontábamos jamás las varillas de la tienda para evitar que el frío las rompiera o cortara las gomas interiores (una de las pesadillas que tuvimos que soportar en Baffin) y así hasta cientos de trucos que hacen que un recorrido por el frío norte no se convierta en una pesadilla.
En esa época del año los días son cortos y las noches interminables. Aún recuerdo el libro que leí, tirado encima del saco tan solo con la ropa interior porque habíamos conseguido que la diferencia de temperatura con el exterior fuera de más de 35 grados. También recuerdo las interminables charlas y confesiones con mi compañero y la sensación de dominio y “calor” de aquellos días. Era un terreno solitario y virgen en el que Ramón se sentía como en casa y donde, quizás un poco para impresionarme, iba aplicando muchas de las técnicas que había aprendido entre los Inuit en su legendario viaje de tres años. Nunca olvidaré el día que comenzamos la travesía justo cuando se desencadenaba una violenta ventisca. Todo era plano, todo era blanco, todo era igual. Ramón saco un pañuelo y atándoselo a la muñeca para mantenernos estables en el rumbo de acuerdo al ángulo del viento dijo:
– Vamos.
– ¿Estás seguro? -pregunté yo.
– Claro. Esto lo hacen los Inuit para navegar con tormenta y solo es cuestión de que el ángulo del pañuelo con la muñeca sea siempre el mismo.
Por supuesto yo me quede acojonado y tiramos para adelante. Unas horas después nos tuvimos que dar la vuelta: “nadie es perfecto” que dirían en “Con faldas y a loco”.
El caso es que esta es la segunda parte de mi trilogía sobre el frío: el control. El control del frío, de la situación.
Y dos años después, en 1999, volví al Gran Norte, en este caso al Báltico en Finlandia. Este viaje ya se había gestado en la anterior travesía de Laponia. Ramón quería incorporar a su joven agencia, Tierras Polares, una travesía en la que se uniesen todos los elementos singulares que hacen del Ártico un destino tan especial. Por aquellos años estos eran lugares muy poco frecuentados por españoles. Hay que tener en cuenta que hasta ese mismo año, 1999, ninguna expedición española había llegado al Polo Norte. Aún hoy las tierras árticas y las expediciones que a ellas se dirigen tienen todo el misterio y la dureza que otras montañas han perdido.
Éramos un grupo bastante numeroso que se había conformado alrededor de Tierras Polares, la mayoría alpinistas. Yo no conocía a muchos de ellos. Intentaríamos atravesar una porción del mar Báltico que en esa época se encuentra helado, era la primera vez que lo intentaba un grupo de españoles. Y como siempre que me embarco en una de estas expediciones, poca información, mapas dudosos, mucha incertidumbre y muchas muchas ganas de descubrir y explorar nuevos territorios y sensaciones.
Pero esta era mi tercera parte de la trilogía: el disfrute del hielo, la naturalidad con el frío. Yo había recorrido un camino que para los demás del grupo era nuevo. Yo ya las había pasado putas, había aprendido y ahora era el momento de rentabilizar todo ese conocimiento, de gozar de esta nueva experiencia en el Ártico. Ya no tropezaba con las pulkas, no pasaba frío por las noches, disparaba mi cámara a diestro y siniestro y me encontraba relajado y feliz.
Ni siquiera soy capaz de recordar si hizo mucho frío. El caso es que buscando fotos para este artículo he encontrado una diapo (no os creáis que siempre las cámaras han tenido una pantallita detrás donde ver la fotos…) que me hice con el termómetro y la cámara para demostrar que funcionaba bien con esas temperaturas. El termómetro marca -20,3 grados, no está mal. Y como siempre, qué os voy a contar de la luz y los paisajes del Gran Norte que no os haya dicho mil veces. Pues eso y más.
Quizás mis compañeros no lo vivieron así, pero para mí fue como la culminación de un gran “viaje al frío” que había comenzado seis años antes en la isla de Baffin. Un camino de conocimiento que me ha permitido, con mucho sufrimiento, poder afrontar expediciones a los lugares más duros del planeta con garantías de retorno.
La travesía del Báltico fue como la guinda de ese gran pastel.