Javier Selva

3.024.000 SEGUNDOS

3.024.000 segundos es mucho tiempo. Probad a contarlos: 1,2,3,4…. 32378, 32379…. Y así hasta tres millones veinticuatro mil segundos.

Yo lo he intentado y definitivamente es mucho tiempo. Mucho más que el que he pasado con la mayoría de mis familiares, incluso más que el que duró alguna de mis relaciones. Pero intentando encontrar consuelo al desconsuelo en las horas de insomnio, y por supuesto con la calculadora en la mano que para eso uno es de letras, conté que ese era el tiempo que había pasado con Juan Pablo Albar en un espacio de dos por dos metros camino del Polo Sur perdidos en la inmensidad Antártica.  Todo seguido, sin separarnos apenas unos centímetros dentro de la tienda o unos metros intentando izar la cometa del trineo de viento.

Durante años, incluso desde los lugares más remotos en las montañas de medio mundo, cada vez que llamaba a mis padres para tranquilizarles sobre mi locura de subir montañas, mi madre me informaba de la muerte de alguien de su pueblo (también el mío). Para mí la mayoría de los difuntos no tenían rostro en mi memoria o eran auténticos desconocidos. Pero ella me lo comunicaba como si de un pariente cercano se tratara con una mezcla de tristeza y estupor que para mí siempre era sorprendente. En mi mundo alpino la muerte es siempre el convidado al banquete que no sabemos si aparecerá a ultima hora pero para el que permanentemente se reserva una silla. La muerte de aquellos desconocidos me dejaba prácticamente indiferente. He tardado muchos años en comprender lo que significaba para mi madre la desaparición de todas aquellas personas que, sin ser cercanas, conformaban su mundo. Era perder a la gente que soporta tu memoria, que te fijan al mundo y consiguen que todo esto tenga sentido.

Ahora veo a mis padres, muy mayores, muy enfermos y lo entiendo todo. Lo peor, sin duda, no es la enfermedad ni la falta de esperanza. Lo peor es la soledad que supone saber que su mundo, sobre todo los que lo habitaron, ya no están.

Los que presumimos de vivir con intensidad y hemos tenido la inmensa suerte de ir coleccionando experiencias únicas sabemos que esto solo es posible porque tus compañeros de viaje son excepcionales. Entre todos van construyendo esa torre de castellers que son tus vivencias y que se mantiene en pie porque los que formaron parte de ellas están ahí, arrimando el hombro. Por eso es tan duro cuando alguien se marcha definitivamente. No solo porque nos priva de su futuro si no porque nos deja sin sustento recuerdos fundamentales de nuestro pasado. Juampa ya no estará a mi lado para compartir a dúo lo que vivimos en el trineo de viento camino del Polo con Ramón e Ignacio. Y llegará un momento en que mi memoria me traicionará y él no estará para corregirme y, como buen científico, aportar la ecuanimidad que a mí me falta.

Y no seré yo el que cuente los muchos méritos de una persona como Albar. Personaje decimonónico, un poco pasado de moda porque está por encima del tiempo que le ha tocado en el sorteo de la vida. Más propio de épocas en las que el ser humano lo era íntegramente, y era explorador y científico y enólogo y poeta. Pero sobre todo y hablando de poesía, persona en el buen sentido de la palabra, buena. Otros mejor que yo, glosarán su figura de hombre de ciencia, de alpinista, de bon vivant. Pero solo a mí me queda la orfandad de saber que otra pieza del andamio que me sostiene se ha marchado para siempre. Y la pena, y la rabia, y el miedo al futuro sin personas como él a mi lado.

A las aladas almas de las rosas

del almendro de nata te requiero,

que tenemos que hablar de muchas cosas,

compañero del alma, compañero.

Juan Pablo Albar formó parte de la expedición Acciona Windpowered Antártica que consiguió por primera vez llegar al Polo Sur con un vehículo impulsado por el viento.