Era verdad que estaba hecha de palabras. Que ella iba por el mundo con palabras. Por eso, en ocasiones, no encontraba su lugar cuando, embrollada entre tantas letras, se olvidaba de las palabras. Las suyas, las que brotan de dentro sin filtros, a menudo por necesidad, muchas veces desde la expresión. Desde el impulso orgánico de expresar, sin excusa racional, como esa formulación que decía Arno Stern en su educación creadora… cuando dibujas en un papel mientras hablas por teléfono; eso que sale cuando olvidamos la razón, lo que brota del inconsciente.
Su escritura siempre tuvo un comienzo inconsciente. Sin método, sin códigos, ni objetivo, ni estructura, ni fin más allá de las palabras, que nacen como un torrente desde algún lugar de su organismo como si fueran una prolongación de su mano o de sus labios o de los dedos de los pies o del clítoris.
Ahora le gustaría escribir algo bonito, bonito de verdad. Quisiera escribir algo sencillo, en realidad… pero se siente tan lejos de la poesía.
Está en vuelo, bajo un cielo siempre pasajero. Aprendiendo a implicarse con desapego, a hacer de cualquier casa un hogar. A vivir al día. A vivir un tiempo más humano.
La soledad: Saber que estás, saber que sabes que estoy y ese silencio.
El desconsuelo: todas las palabras que se me acumulan hasta ahogarme o hasta pertenecer a otra vida porque se van esfumando.
Porque sus palabras estaban hechas de vida.
Necesitaba vivir para escribir, escribir era para ella una consecuencia de la vida. Hubo veces que se encerró, afanosa, solo a escribir pero no funcionaba. Necesitaba la experiencia, los paisajes, el contacto. No le gustaba saber mucho de antemano, le gustaban los misterios, la sensación de descubrir. Habitar un reino de exploración, incertidumbre, dolor y entusiasmo.
David Lynch en su libro sobre meditación, conciencia y creatividad decía que «Si quieres pescar un pez dorado, tienes que adentrarte en aguas más profundas».
A ella no le gustaba navegar por la superficie ¡Se perdía tanto tiempo navegando por la superficie! Quería zambullirse. Poner todas sus dimensiones en movimiento: subir paredes, buscar palabras, sanar, aceptar… dejar menos espacio a lo construido y más a lo natural, entendiendo por natural lo que es más propio. Porque si todo es ajeno a ti, a penas te sientes. Y con esa pretensión quería transitar por todos los cielos, sin atraparlos, con el espíritu del navegante.
Escribir para asimilar lo vivido.
Para asimilar lo muerto. Este año ni se había despedido con palabras, aunque sabía que daba igual, había sentido su ausencia, había dedicado un tiempo a recorrerla, su ausencia, y a recordarla, su presencia: la voz grave que habitaba en sus oídos suponía que desde la primera nana… y tocaba la piel del dorso de la mano, tan suave, delicada, cálida… olía aún a piel viva, sana, con futuro. La calma de sus venas frágiles.
Sí que era verdad que ella iba por el mundo con palabras. Vestida con palabras. Protegida con palabras. Palabras que la viajaban y la abrazaban y la expresaban y la calmaban… pero también era verdad que podía desprenderse de las palabras, un poquito, temporalmente. Podía explorar otros territorios de silencio y llenarse de otras voces. Tenía confianza, ellas siempre estaban ahí, incondicionales, pacientes, sabias, entendiendo profundamente que todos los cielos son pasajeros, y que la estaban esperando no en ese pasado que se fue, ni en el futuro que no sabía si alcanzaría, estaban en el presente, que es un regalo y por eso tiene ese nombre tan hermoso.
Una respuesta a «Cielo pasajero»
Guau